El pensamiento kierkegaardiano distingue dos tipos de conocimiento: un conocimiento intelectual, abstraído de la realidad fáctica y representativo de su objeto; y otro conocimiento esencial o ético- religioso, concretado en la existencia subjetiva. El primer tipo de conocimiento supone la diferencia real entre ser y conocer, sujeto y objeto. El segundo tipo, en cambio, implica su identidad. El objetivo de las siguientes páginas consiste en mostrar que la identidad de ser y conocer, sujeto y objeto, determinante del conocimiento esencial, constituye el devenir concreto de lo que Kierkegaard denomina «idea» y no significa una idea intelectual sino la idea misma de la libertad.
Kierkegaardian Thought distinguishes two kind of knowledge: one is the intellectual knowledge, abstracted from empirical reality and representative of its object; the other one is the essential or ethical-religious knowledge, concrete in the subjective existence. The first kind of knowledge supposes the difference between being and knowledge, subject and object. The second kind implies their identity. The following pages aim at showing that identity between being and knowledge, subject and object, determining of essential knowledge, constitutes the concrete becoming of what Kierkegaard calls «idea», meaning not an intellectual notion but the own idea of freedom.
Freedom, subjectivity, decision, becoming, existence.
1) Conocimiento intelectual y conocimiento esencial
El pensamiento kierkegaardiano distingue dos tipos de conocimiento: un conocimiento intelectual, abstraído de la realidad fáctica y representativo de su objeto; y otro conocimiento “esencial” o “ético- religioso”[1], concretado en la existencia subjetiva. El primer tipo de conocimiento supone la diferencia real entre ser y conocer, sujeto y objeto. El segundo tipo, en cambio, implica su identidad.
El objetivo de las siguientes páginas consiste en mostrar que la identidad de ser y conocer, sujeto y objeto, determinante del conocimiento esencial, expresa el devenir concreto de lo que Kierkegaard denomina «idea», y entiende no en el sentido de una representación abstracta sino como objeto propio de la libertad. De aquí la importancia fundamental de la idealidad en el dinamismo existencial kierkegaardiano, de la cual depende la acción concreta de la libertad y, en última instancia, la identidad singular de pensamiento y pathos, ser y devenir, verdad y subjetividad.
Por su parte, el conocimiento intelectual implica cierta semejanza entre el ser y el pensamiento, el objeto y el sujeto, pero se trata de una semejanza intencional e inmediata, que no resiste el surgimiento de la reflexión. En efecto, ni bien la conciencia inmediata reflexiona sobre sí misma, fenómeno y concepto se separan, perdiendo la semejanza del origen y escindiendo la conciencia en la dualidad de la duda. Comienzan entonces los intentos por recuperar la unidad perdida, recuperación que, desde el punto de vista intelectual, resultará imposible. Johannes Climacus comenta al respecto que, con la reflexión, la conciencia afirma la contradicción entre la idealidad y la realidad[2], de la cual se derivan o bien un empirismo escéptico, consistente con la fugacidad de los fenómenos; o bien una fantasía irreal, que se deshace en vanas idealizaciones. En cualquiera de los casos, el conocimiento queda signado por la problematización de una verdad, que parece irrecuperable.
Sea que se defina a la verdad de un modo más bien empírico, como el acuerdo del pensamiento con el ser, o de un modo más bien idealista, como el acuerdo del ser con el pensamiento, ella resulta en ambos casos imposible. En términos empíricos, la verdad queda sujeta a una aproximación indefinida, que muda con el devenir del objeto y nunca le corresponde completamente[3]. En términos idealistas, ella se asimila a la reduplicación abstracta del pensamiento, conforme al principio que establece su tautología[4]. A diferencia del empirismo, el idealismo concluye, pero se trata de una conclusión que termina por negarse a sí misma en la irrealidad del ser ficticio.
En una palabra, el conocimiento intelectual se reduce a la imposibilidad de la verdad, porque la reflexión es, en definitiva, indetenible: cuantas más razones a favor, tantas más razones en contra de una misma afirmación. De aquí surge uno de los problemas centrales del pensamiento kierkegaardiano, a saber, cómo recuperar la identidad entre el pensamiento y el ser, lo ideal y lo fáctico, una vez que la reflexión los ha separado. Se trata, dicho de otro modo, de cómo la verdad sea posible. A tales efectos, el pensamiento objetivo se ha manifestado inviable.
No obstante, su insuficiencia conduce a un segundo tipo de conocimiento, no intelectual, sino esencialmente libre. Se trata del conocimiento de la libertad, y Kierkegaard considera al respecto que “sólo con la libertad puedo salir de la duda en la que he entrado con la libertad”[5]. La libertad supone entonces una inteligibilidad propia, superadora del conocimiento intelectual, en virtud de la cual emerge la posibilidad de la verdad, que ya no será una verdad intelectual sino esencial o existencial. Este segundo tipo de conocimiento identifica el sujeto y el objeto, el ser y el conocer. Por eso Kierkegaard se refiere él como “un comprender en la realidad”[6], diverso de la posible y abstracta intelectual. Respecto del conocimiento esencial, “comprender es ser”[7], porque él sintetiza y reunifica lo ideal y lo real, lo pensado y lo sido.
Ahora bien, lo cierto es que el fundamento de tal identidad consiste en el devenir concreto de la «idea», llamada a asumir y repetir, en su infinitud posible, la existencia finita y temporal. La posibilidad que tiene lo ideal de devenir concreto, hace posible un nuevo modo de verdad, la verdad subjetiva que no es sino la inteligibilidad y el sentido de la singularidad.
La idea a la cual Kierkegaard se refiere no es un producto del pensamiento representativo ni una abstracción formal, sino el objeto que la libertad encuentra en ella: su propia subjetividad expresada en la posibilidad infinita de devenir sí misma. De aquí que se trate de una realidad personal e íntima, un ser –dice Kierkegaard– “para mí”[8], un “centro de gravedad interior”[9] en el cual se concentra la propia existencia. Pero también se trata de una realidad universal y totalizadora, que Kierkegaard representa como ese “punto de Arquímedes”[10], “en el cual convergen todos los rayos”[11] y desde el cual es posible reconstruir análogamente el universo entero.
Desde sus primeras anotaciones personales, Kierkegaard manifiesta la necesidad de comprender una «idea» capaz de transformar la vida humana y de reconstruir el sentido de la totalidad existente. Se trata aquí de descubrir un punto arquimédico y focal, a la luz del cual el espíritu se constituya efectivamente como libertad actual, unitaria y omninclusiva, por la propia fuerza de lo ideal. Este es el punto donde la subjetividad se trasciende a sí misma sin salir, sin embargo, de sí. La idea equivale entonces al “principio de consistencia”[12], en el cual se integran y armonizan todos los elementos subjetivos. Ella es el fundamento y fin de la existencia y de aquí que, para Kierkegaard, “la idealidad es la condición primitiva del hombre”[13], cuya presuposición originaria contiene la posibilidad real del espíritu, sobre la cual se funda el devenir existencial.
La idea no constituye un a-priori abstracto o un imperativo extrínseco y heterónomo. Ella determina, por el contrario, la posibilidad concreta, intrínseca y subjetiva del devenir subjetivo, pero a la vez trascendente y objetiva en calidad de fundamento esencial. Ella no es tampoco una representación intelectual objetiva y finita, y por eso Kierkegaard aclara que “no accedo a la idealidad repitiendo el capítulo de la historia. Quien, para una misma cosa, no concibe tanto la conclusión ab posse ad esse como ab esse ad posse, no concibe la idealidad de esta misma cosa”[14]. Comprender la idea significa entonces elevarse sobre el dominio de las representaciones empíricas para aferrar la esencia posible y potencial de las cosas, su logos originario y el concepto que las realiza. De aquí que ella emerja desde la propia interioridad, al modo de un principio vital llamado a expresarse en el dominio temporal de la historia humana.
Kierkegaard se preocupa por distinguir el ámbito de la abstracción, producto del pensamiento formal o del entendimiento finito, de la idea que es el producto intrínseco de la subjetividad y está llamada a actualizar la consistencia propia del espíritu. La idea kierkegaardiana es, antes que el objeto de la inteligencia representativa, el objeto de una libertad infinita que se manifiesta a sí misma. Lo ideal se constituye por la pura actividad del espíritu y, en él, la libertad refleja lo que ella es capaz de devenir, lo que la subjetividad puede ser. Con respecto a la multiplicidad empírica, la idea es el punto arquimédico del cual todo surge y al cual todo retorna; con respecto a las contingencias de la vida, ella es la necesidad del yo; con respecto a lo abstracto, ella es el concepto concreto de lo real. Por la idea, la subjetividad es separada de su vínculo inmediato con la realidad fenoménica e introducida en su propia infinitud espiritual. Tal es el proceso de la «reflexión», a la que Kierkegaard le atribuye el nacimiento y la realización de lo ideal.
Sin embargo, no se trata aquí de la reflexión intelectual, propia del conocimiento objetivo, sino de otra reflexión correspondiente a la fantasía. El órgano productor de esta flexión ideal es la fantasía, considerada por Kierkegaard como “el medio de la idealidad”[15] y “la reflexión que produce lo infinito”[16]. La idea surge entonces de la fantasía, como aspiración de lo perfecto y anhelo creador de una plenitud omnicomprensiva. No obstante, mientras lo ideal permanezca en este estado, él se reducirá a una posibilidad abstracta e ineficaz, elevada por encima de lo finito pero incapaz de reconciliarlo consigo misma.
La subjetividad estética da cuenta de esta infinitud ideal, meramente posible. Para el esteta, “todo es posible”[17]. Él se embriaga en el vino de las posibilidades y nada en su fondo omninclusivo. Su inmediatez fantástica nunca lo defrauda, pero, ni bien ella entra en contacto con lo real, lo posible se convierte ipso facto en una imposibilidad, por la misma negación que idea abstracta le impone a la realidad. Donde todo es posible, nada efectivamente lo es, y en esto reside la angustiante dialéctica del esteta: en que su posibilidad se elimina a sí misma, dejando en el lugar de la acción libre la mera accidentalidad del acontecer, y en el lugar de la necesidad del yo, el arbitrio abstracto de la voluntad.
Pero el destino de la idea no es el de permanecer en esta infinitud posible y abstracta, sino el de devenir real y concreta. Tal es su propio ser: “la idea es concreta en sí misma y por lo tanto le es necesario devenir siempre lo que ella es — es decir, concreta”[18]. El hecho de que la idea, concebida estéticamente en su pura abstracción, sea en sí concreta y contenga implícitamente la posibilidad de su devenir efectivo significa que ella posee katá dúnamin[19]su propio cumplimiento, y de ello se sigue un dinamismo circular, por el cual “todo progreso hacia el ideal es un retorno”[20] a lo originario y una posición explícita de lo eternamente sido.
Dicho de otro modo, para Kierkegaard “el ideal verdadero es real”[21], y de aquí que no desempeñe una función meramente reguladora del conocimiento objetivo, sino una función reflexivamente constitutiva de su propia subjetividad. La idea es un en-sí que puede y debe devenir para-sí, la fuerza del espíritu que llega a ser sí mismo. El devenir de lo ideal no se produce en su abstracción fantástica –en la cual, según Kierkegaard, todo es de manera inmediata y nada deviene–, sino en su manifestación finita y temporal. Esta reconciliación entre la idea y el fenómeno da por resultado la existencia misma, como realidad propia y dinámica del espíritu.
Si, tal como asegura Kierkegaard, el “movimiento en sentido eminente es el movimiento de lo ideal”[22], esto acontece en la «doble reflexión»[23], por la cual la primera reflexión infinita y universal vuelve sobre la existencia temporal y contingente para elevarla a su dinamismo infinito. La doble reflexión avanza desde una comprensión en el ámbito de la posibilidad abstracta y formal hasta una comprensión real, que significa la concepción de la idea como forma efectiva de todo contenido finito. Kierkegaard suele llamar también a esta categoría «reflexión ética»[24], porque ella determina la consistencia objetiva de la subjetividad.
Desde el punto de vista subjetivo, “sólo vive quien se relaciona con la idea y vive de modo primitivo”[25]. La primitividad de la idea asegura el retorno a la esencia del yo, la repetición de su fundamento eterno y absoluto en relación con la novedad siempre sida del tiempo y la finitud. Uno de los últimos fragmentos de los Papirer kierkegaardianos vuelve a confirmar que “sólo la existencia humana que se relaciona con los conceptos asumiéndoles de modo primitivo, reviéndolos, modificándolos, creándolos de nuevo: sólo a tal existente le interesa la existencia”[26]. En la aprehensión existencial de la idea, el espíritu se interna en la esencia misma del ser, a partir de la cual es posible vivir primitivamente. La idea se convierte así, por la fuerza de la libertad, en la intimidad de las cosas, capaz de crear y recrear el sentido del mundo. Tal es el poder de la subjetividad kierkegaardiana, inmersa en el corazón ideal de la existencia.
En una palabra, la concreción de la idea en la existencia constituye lo que Kierkegaard denomina «conocimiento esencial» o «ético-religioso». Tal modo de conocimiento no constituye una categoría epistemológica o gnoseológica, sino que expresa la más profunda realidad existencial del sujeto como unidad de ser y conocer, acción y pensamiento, óntos y lógos. El conocimiento esencial es un devenir real, en el cual la existencia se comprende en su propio pensamiento. A tal adecuación se refiere también la identidad kierkegaardiana entre verdad y subjetividad.
3) La subjetividad de la verdad
La interiorización de la idea, su identificación con la existencia finita mediante la acción libre, expresa en otros términos lo que Kierkegaard ha llamado la subjetividad de la verdad y atribuido a la reflexión ética. En virtud de la idea, el pathos subjetivo se eleva a lo infinito y se asume como fuerza de verdad. Sobre esta verdad dice Kierkegaard: “objetivamente, uno sólo se interroga sobre las determinaciones del pensamiento; subjetivamente, sobre la interioridad. En su ápice, este momento es la pasión de lo infinito, que es la verdad misma. Pero la pasión de lo infinito es justamente la subjetividad que es de este modo la verdad [...] La pasión de lo infinito es lo decisivo, no su contenido, porque ella es su propio contenido. Es así que el cómo subjetivo y la subjetividad son la verdad”[27]. La verdad subjetiva expresa un pathos que, elevado a la infinitud posible de la libertad, actúa al yo como esencia inteligible e ideal. Precisamente por ello, no cualquier interioridad es la verdad, sino únicamente aquella que alcanza el punto máximo de su intensidad. La realización de la verdad subjetiva es por lo tanto enteramente interior a la libertad, más aun, es la libertad misma, devenida el poder activo que su idea insinuaba posible.
Coincidimos con E. Harris en que, precisamente por actuarse como verdad, “la teoría de la subjetividad funciona como una teoría del conocimiento”[28]. Esto no significa que la subjetividad niegue el dominio del conocimiento intelectual, sino que ella misma representa más bien un nuevo dominio de conocimiento, que amplía el uso del entendimiento representativo en virtud de la esfera ético-metafísica de la libertad, cuya idealidad deviene constitutiva de la existencia. La subjetividad verdadera expresa entonces la realidad ético-metafísica del Individuo, afirmada en el instante de la decisión. En razón de su envergadura objetiva y verdadera, lo ético es en sí mismo cierto y, más aun, ello es la única certeza capaz de albergar en su seno forma y contenido, sujeto y objeto, acción y pensamiento, inteligibilidad y realidad.
El saber implicado en lo ético actualiza la idea originaria del espíritu. Este ideal –que ejemplariza al propio yo– fecunda la libertad, finaliza su aspiración y promueve su dinamismo libre. Por eso Kierkegaard puede decir que “ha alcanzado una personalidad únicamente quien se apropia la verdad”[29], quien la transforma en un ser para sí y existe en ella como en el unum de lo éticamente real.
A modo de conclusión, quisiéramos referirnos al sujeto de esta verdad, vale decir, al «pensador subjetivo»[30], que no es sino otro nombre del singular existente. Con una bellísima imagen, Kierkegaard comenta que el pensador subjetivo ve surgir la idea desde y por la propia fuerza interior, como el florecimiento de su vida[31]. La idea se alza ante él como la forma luminosa de su alma, capaz de sustancializar inteligiblemente toda realidad pensada y hasta de asimilar el contenido entero de la historia y de la ciencia universal al contenido de la propia existencia. En otras palabras, el pensador subjetivo es ese individuo cuyo concepto es su propio ser, con el cual produce el unum concreto de la apariencia múltiple e identifica las manifestaciones transitorias y contingentes del fenómeno, mejor dicho, debe llegar a unificarlas, mediante el esfuerzo de ese último acto potestativo y concreto del conocer.
Por permanecer en la idea, el pensador subjetivo tiene la fuerza suficiente para mantenerse en la aspiración de la verdad, en su síntesis y contradicción con lo finito. El es capaz de este esfuerzo porque cree en la posibilidad de la unión y se afirma, por lo tanto, en la síntesis de pensamiento y acción. Por eso su conocimiento no es contemplación pasiva sino creación activa de la propia verdad, tan íntima como exterior.
En una palabra, el pensador subjetivo es aquel para quien «ser y pensar» han devenido una misma existencia, de manera tal que “no hay verdad para el individuo sino en cuanto él la produce actuando”[32].
[1] Cf. S. Kierkegaard, Søren Kierkegaards Samlede Værker, ed. A. B. Drachmann, J. L. Heiberg, H. O. Lange, A. Ibsen, J. Himmelstrup, 2ª ed., 15 vol., Gyldendal, København 1920-1936 [en adelante SV2], VII 183.
[2] Cf. S. Kierkegaard, Søren Kierkegaard´s Papirer, København 1909-1948 [en adelante Pap.], II, IV B1 p. 147.
[12] Cf. G. Malanschuck, Kierkegaard´s Thought, trad. H. V. Hong - E. H. Hong, Princeton University Press, 1971, pp. 109-111.
[13]S. Kierkegaard, Pap., XI2 A 238.
[15] S. Kierkegaard, Pap., IX A 382; cf. también VII1 A 186.
[17] S. Kierkegaard, SV2, II 19; cf. también SV2, XIII 383.
[28] E. Harris, Man’s ontological predicament. A detailed analysis of Søren Kierkegaard’s concept of sin with special reference to The concept of dread, Acta Universitatis Upsaliensis. Studia Doctrinae Christianae Upsaliensia n° 24, Uppsala 1984, p. 79.
[29] S. Kierkegaard, Pap., IV A 87; cf. también SV2, VII 65.