Para Paul Tillich el símbolo de la Caída es decisivo en la tradición cristiana. Aunque se lo asocia generalmente con la historia bíblica de la Caída de Adán, para este autor, su significado trasciende el mito de la Caída de Adán y tiene un sentido antropológico universal. Dice que el literalismo produjo un gran perjuicio al Cristianismo al no presentar claramente la Caída como un símbolo de la situación humana universal sino como la historia de un suceso que ocurrió “una vez hace mucho tiempo”, que es el plano en que se mueve el mito.
Por otra parte, admite que no es posible una completa desmitologización cuando se habla acerca de lo divino. El propio Platón, al describir la transición de la esencia a la existencia, utilizó una forma mitológica de expresión y habló de la “Caída del alma”. Platón sabía que la existencia no es cuestión de una necesidad esencial, sino que es un hecho y por eso la Caída del alma es una historia que debe ser contada en términos míticos. El pecado no es creado ni un paso dialéctico deducido. Por eso, no puede ser desmitologizado por completo. Tillich hace notar que tanto el idealismo como el naturalismo están en contra del símbolo cristiano y platónico de la Caída. En el idealismo, Hegel reduce la Caída a la diferencia entre idealidad y realidad. La Caída no es una ruptura, sino una realización imperfecta y la realidad es vista como apuntando a su realización ideal en el proceso histórico. Ni la forma utópica ni la forma conservadora del idealismo toman seriamente el poder autocontradictorio de la libertad humana y la implicación demoníaca de la historia. El naturalismo, por su parte, toma la existencia como algo dado sin siquiera preguntarse acerca de la fuente de su negatividad.
Para Tillich, el relato del Génesis constituye la más rica y profunda expresión del conscientizarse del hombre acerca de su condición existencial y provee el esquema en el cual puede ser tratada la transición de la esencia a la existencia. En primer lugar, la transición es posible en términos de “libertad”, pero esta libertad siempre está en unidad polar con el destino. En segundo lugar, el hombre es consciente de su finitud pero se encuentra en la situación de estar al mismo tiempo relacionado con el infinito y excluído del infinito. En tercer lugar, su libertad es una libertad finita, pero de una cualidad tal que es incluso libre de su libertad, es decir libre hasta de renunciar a su humanidad. Y finalmente, la libertad finita funciona dentro del marco de un destino universal.
Dice Tillich que la naturaleza esencial en el mito y en el dogma han sido proyectadas en el pasado como una historia antes de la historia, simbolizada como una edad dorada o paradisíaca (el “fantástico puesto aparte” de Adán del que habla Kierkegaard). A este estado, Tillich lo llama el de la “inocencia ensoñadora”, porque las dos palabras apuntan a algo que precede a la existencia actual. Es potencialidad no actuada que no tiene lugar ni tiempo y es real e irreal al mismo tiempo, como el sueño. La palabra “inocencia” tiene tres connotaciones:
1) falta de experiencia efectiva
2) falta de responsabilidad personal
3) falta de culpa moral
Tillich la usa en los tres sentidos y la compara con las primeras etapas del desarrollo del niño y su conciencia sexual. Dice que, hasta cierto punto, el niño es inconsciente de sus potencialidades sexuales, pero que en la transición de la potencialidad a la efectividad, tiene lugar un despertar. Son adquiridas la experiencia, la responsabilidad y la culpa y el estado de inocencia ensoñadora se pierde. En el relato bíblico, la primera consecuencia de la pérdida de la inocencia es la conciencia sexual. Aclara que la expresión “inocencia ensoñadora” no está usada en sentido propio sino analógico y que no debe confundirse con la falsa aserción de que el niño recién nacido está en un estado de no-pecado porque cada vida está puesta siempre bajo las condiciones de la existencia.
El estado de inocencia ensoñadora va más allá de ella misma. La posibilidad de la transición a la existencia es experimentada como tentación inevitable porque es un estado “indisputado e indeciso”. No es perfección. Dice que los teólogos ortodoxos han acumulado perfección tras perfección sobre Adán, antes de la Caída, haciéndolo igual a la figura de Cristo. Este procedimiento no solamente es absurdo sino que hace que la Caída sea absolutamente ininteligible. El símbolo “Adán antes de la Caída” debe ser entendido como la inocencia ensoñadora de potencialidades indecisas.
Lo que lleva a la inocencia ensoñadora más allá de sí misma es la conciencia de su libertad finita. Esta conciencia, dice Tillich, es ansiedad. El término “ansiedad” se asocia con la palabra alemana y danesa ANGST, que deriva de la latina ANGUSTIAE = angostura, y es un concepto central en el pensamiento de Kierkegaard para describir (no para explicar) la transición de la esencia a la existencia.
La prohibición divina de comer del árbol del conocimiento presupone una especie de división entre Creador y criatura, una división que hace necesario un mandamiento. Presupone un pecado que todavía no es pecado, pero que ya no es tampoco inocencia. Es el deseo de pecar. Tillich llama al estado de este deseo “libertad despertada”.
En el estado de “inocencia ensoñadora”, la libertad y el destino están en armonía, pero ninguno de ellos está efectivizado. Su unidad es esencial o potencial. Es finita y por lo tanto abierta a la tensión y al quebrantamiento. El hombre está atrapado entre el deseo de actualizar su libertad y la exigencia de preservar su inocencia ensoñadora (prohibición de comer del árbol). La ansiedad de esta situación es el estado de “tentación”. El hombre decide por su propia efectivización y así llega a su fin la inocencia ensoñadora.
La Caída de Adán conlleva también implicaciones cósmicas: la maldición de la tierra, la caída de los ángeles, etc.
De todos los aspectos del mito cósmico del Génesis, la doctrina del “pecado original” ha sido la más violentamente atacada por la Ilustración y el humanismo contemporáneo. Según Tillich, dos son las razones que explican esta violencia: una, que la forma mitológica o simbólica fue tomada literalmente, lo cual era inaceptable para la forma de pensar crítico-histórica; y la otra, que la doctrina del pecado original parecía implicar una evaluación negativa del hombre que podía inhibir el tremendo impulso del hombre moderno para transformar el mundo y la sociedad.
Tanto en los mitos bíblicos como no bíblicos, el hombre es considerado responsable de la Caída. En los mitos, figuras subhumanas influyen en su decisión, pero es el hombre quien toma esa decisión y recibe la maldición divina. Doctrinas posteriores combinaron el símbolo de la serpiente con el de los ángeles rebeldes. Pero ni siquiera esto podía absolver al hombre de su responsabilidad puesto que la caída de Lucifer no era causa de su propia caída. El mito de la Caída de los ángeles no sólo no ayuda a resolver el enigma de la existencia sino que introduce un enigma más oscuro, a saber cómo espíritus benditos para percibir eternamente la gloria divina pueden ser tentados para alejarse de Dios. La verdad de la doctrina de los seres angélicos y demoníacos es que hay estructuras supraindividuales de bondad y estructuras supraindividuales de maldad. Ángeles y demonios son nombres mitológicos para los poderes del ser, constructivos y destructivos, que están entretejidos ambiguamente y luchan entre sí en la misma persona, en el mismo sistema social y en la misma situación histórica, según Tillich. No son seres sino poderes del ser dependientes de la estructura total de la existencia y envueltas en la vida ambigua. “Adán antes de la Caída” y “la naturaleza antes de la maldición” son estados de potencialidad, no actuales, y no hay tiempo en el cual esto fue de otra manera. La noción de un momento en el tiempo en el cual el hombre y la naturaleza fueron cambiados de lo bueno a lo malo es absurda y no tiene bases en la experiencia ni en la Revelación.
Para Tillich, también hay que rechazar la división idealista entre una naturaleza inocente y n hombre culpable porque hay un elemento de destino en cada acto de libertad, como enfermedades, neurosis, psicosis, el poder de muchos factores inconscientes en las decisiones conscientes del hombre. En la decisión hay libertad, pero es una libertad dentro del destino.
La Creación y la Caída coinciden en cuanto no hay un punto en el tiempo y en el espacio en el cual la bondad creada haya sido actuada y tenido existencia. Esta es la consecuencia necesaria, según Tillich, del rechazo de la interpretación literal de la historia del paraíso. La creación efectivizada y la existencia extrañada son idénticas. Pero esto no implica que el pecado sea una necesidad racional, como sugieren los sistemas esencialistas. El hecho original tiene el carácter de un salto y no de una necesidad estructural. A pesar de su universalidad trágica, la existencia no puede ser derivada de la esencia.
Extrañamiento y Pecado
El estado de existencia es un estado de extrañamiento. El hombre está extrañado de los otros seres y de sí mismo desde los fundamentos de su ser. La transición de la esencia a la existencia trae como consecuencia la culpa personal y la tragedia universal.
Tillich toma de Hegel el término “extrañamiento” y aunque no es un término bíblico dice que está implicado en la mayoría de las descripciones bíblicas de la condición del hombre: en los símbolos de la expulsión del paraíso, en la hostilidad entre el hombre y la naturaleza, entre hermano contra hermano, entre nación y nación por la confusión del lenguaje, en las quejas de los profetas contra los reyes y también, según dice San Pablo, en haber pervertido la imagen de Dios en los ídolos y en la hostilidad del hombre contra sí mismo. La razón para tratar de reemplazar la palabra “pecado” por “extrañamiento” es que ha sido utilizada de una manera tal que poco tiene que ver con su genuino significado bíblico. Dice que Pablo la usó frecuentemente en singular y sin artículo. Pero las Iglesias cristianas, tanto católicas como protestantes, la emplean en plural, como referida a desviaciones de las leyes morales. Sin embargo, concluye diciendo que la palabra “pecado” no puede ser reemplazada porque expresa más agudamente el carácter personal del extrañamiento, la responsabilidad personal y la culpa en contraposición a la culpa trágica y el destino universal de extrañamiento.
Las marcas del extrañamiento o pecado del hombre son tres:
NO-FE
Es el estado o acto en el cual el hombre en la totalidad de su ser se aparta de Dios. Se vuelve hacia sí mismo y su mundo y pierde su unidad con el fundamento de su ser. La no-fe no debe ser llamada la “negación” de Dios porque las preguntas y respuestas, sean positivas o negativas, ya presuponen la pérdida de una unión cognoscitiva con Dios, aunque no separado de Él. La no-fe es la separación de la voluntad del hombre de la voluntad de Dios y no debe ser llamada “desobediencia” porque obediencia y desobediencia ya presuponen la separación de una voluntad con otra voluntad. El que necesita una ley que le diga cómo actuar o cómo no actuar ya está extrañado de la fuente de la ley que demanda obediencia. Tampoco debe ser llamado “amor a sí mismo” porque uno ya debe haber abandonado el centro divino al cual pertenece y en el cual el amor a sí mismo y el amor a Dios están unidos. La no-fe del hombre es su extrañamiento de Dios en el centro de su ser. Éste es el sentido religioso del pecado, redescubierto y perdido nuevamente en la vida y el pensamiento protestantes, que coincide con la interpretación agustiniana del pecado como desamor, como amor apartado de Dios, que busca bienes finitos por su propia causa y no por causa del Bien último. La ruptura de esta unidad esencial con Dios es lo más íntimo del pecado. (diferencia protestantes-católicos = fe-amor /primacía)
HYBRIS
El hombre tiene conciencia (centralidad incompleta) y autoconciencia (centralidad completa). Esta centralidad estructural le da al hombre grandeza, dignidad y ser, la “imagen de Dios”. Indica su capacidad para trascenderse a sí mismo y a su mundo. Pero esta perfección es al mismo tiempo su tentación. El hombre está tentado a hacerse a sí mismo existencialmente el centro de sí mismo y de su mundo. Advierte su libertad y, con ella, su infinitud esencial junto a su finitud actual, que le permiten llamar “inmortales” a los dioses y “mortales” a los hombres. Si no reconoce el hecho de estar excluído de la infinitud de los dioses, entonces cae en hybris. Se eleva más allá de los límites de su ser finito y provoca la cólera divina que lo destruye: principal tema de la tragedia griega y expresión de la serpiente en el Antiguo Testamento (“seréis como dioses”).
La hybris no debe ser traducida como “orgullo” o “soberbia”. El orgullo es una cualidad moral cuyo opuesto es la humildad. La hybris puede aparecer en actos de orgullo y en actos de humildad. Es mejor traducirla como “autoelevación”. Ha sido llamada el “pecado espiritual” y todas las otras formas de pecado han sido derivadas de ella, incluso los sensuales, porque este ir hacia uno mismo no es un acto hecho por una parte especial del hombre, tal como su espíritu. Toda la vida del hombre, incluyendo su vida sensual, es espiritual. Y es en la totalidad de su ser personal que el hombre se hace a sí mismo el centro de su mundo. Llega a identificar su creatividad cultural con la creatividad divina. Atribuye importancia infinita a sus creaciones finitas, haciendo de ellas ídolos. Confunde la autoafirmación natural con la autoelevación destructiva.
CONCUPISCENCIA
Por la no-fe, el hombre quita su centro del centro divino y por la hybris se hace a sí mismo el centro de sí mismo y su mundo. La concupiscencia es el deseo ilimitado de atraer la totalidad de la realidad a uno mismo en todos sus aspectos: conocimiento, poder, riquezas materiales, placeres sexuales, valores espirituales. Sin embargo, este significado tan abarcador ha sido reducido, incluso por teólogos como Agustín y Lutero, al identificarlo con el deseo sexual. Esto ha dado origen a la ambigüedad de la actitud cristiana hacia el sexo hasta el punto de que la Iglesia nunca fue capaz de tratar adecuadamente este problema ético y religioso central. Para tratar sobre este tema de la concupiscencia, Kierkegaard toma figuras como Nerón (poder), Don Juan (sexo) o Fausto (conocimiento de todo), que encarnan las implicaciones demoníacas de lo ilimitado. El poder, el sexo o el conocimiento como tales no son asunto de la concupiscencia, sino que el deseo ilimitado de atraerlos hacia sí mismo los hace síntomas de la concupiscencia.
Ahora bien, en su situación de libertad finita, el hombre puede perderse a sí mismo, perder su mundo y perder al otro. Tillich dice que ésta es la “estructura de destrucción básica”, que incluye todas las otras y es el primer paso para comprender lo que se describe como “mal”.
La nota prmera y básica del mal es la pérdida-del-sí-mismo, la desintegración del sí mismo centrado por impulsos quebrantadores que no pueden ser llevados a una unidad y dividen a la persona. Esto se manifiesta en los conflictos morales y en la rupturas psicopatológicas. La horripilante experiencia del “romperse en pedazos” se apodera de la persona y su mundo también se rompe en pedazos. Las cosas ya no se comunican con el hombre y, en algunos casos, se siente la irrealidad completa del mundo. No queda nada más que la conciencia del propio sí mismo vacío.
En el ser esencial, el estado de inocencia ensoñadora, la libertad y el destino se corresponden, distintos pero no separados, en tensión pero no en conflicto. En el momento de la libertad despertada comienza un proceso en el cual la libertad se separa del destino al cual pertenece. Llega a ser arbitrariedad. Bajo el control de la hybris y la concupiscencia, la libertad deja de relacionarse con los objetos proporcionados por el destino y se relaciona con un número indefinido de contenidos (= “mala infinitud” de Ricoeur). La libertad pierde su delimitación. Personas y cosas se vuelven completamente contingentes y pueden ser reemplazados por otros de igual contingencia y de irrelevancia última. Ninguna elección es preferible objetivamente a otra, ningún compromiso con causa o persona es significativo, ningún propósito dominante puede ser establecido. Desasosiego, vacuidad y sin sentido están conectados con la dialéctica de esta situación, tal como descibe el existencialiismo, apoyado por la psicología profunda. Si la libertad es distorsionada en arbitrariedad, el destino es distorsionado en necesidad mecánica. La libertad cae bajo el control de fuerzas que se agitan unas contra otras sin un centro de decisión. Este es el carácter ontológico del estado descripto en la teología clásica como la “esclavitud de la voluntad”. En vista de esta “estructura de destrucción” se podría decir que el hombre ha utilizado su libertad para arruinar su libertad, y su destino, para perder su destino. El mal es la consecuencia autodestructiva del pecado. El sufrimiento, la muerte, el espacio, el tiempo, todo se convierte en estructura de destrucción, en mal.
La inmortalidad como una cualidad natural del hombre no es una doctrina judeo-cristiana, aunque posiblemente sea una doctrina platónica. Posee la inmortalidad solamente mientras le es permitido comer del árbol de la vida, el alimento de la vida eterna. La participación en lo eterno hace al hombre eterno; la separación de lo eterno lo deja en la finitud natural. La resurrección de Cristo es el momento en el cual la vida eterna es otorgada a quienes de otra manera están abandonados a su naturaleza finita de tener que morir. El pecado no produce la muerte, pero le da un poder que sólo es vencido en la participación en lo eterno. Si el hombre es abandonado a su “tener que morir” la ansiedad acerca del no-ser se transforma en el horror a la muerte. El pecado es el aguijón de la muerte, no su causa física. Transforma la conciencia del tener que morir en una verificación dolorosa de una eternidad perdida. Por esta razón, la ansiedad del tener que morir puede estar conectada con el deseo de librarse del sí mismo propio. Se hace de la muerte un mal, una estructura de destrucción.
Del mismo modo, su deseo de transformar los momentos transitorios en una presencia durable, su falta de voluntad para aceptar la temporalidad, hace del tiempo una estructura demoníaca de destrucción. Lo mismo sucede con el espacio. Se siente un peregrino en la tierra, no encuentra un hogar final, es un desarraigado. También el sufrimiento se le prende de una manera destructiva cuando lo vive como sufrimiento sin sentido.
Todas las estructuras del mal lo llevan a un estado de desesperación por el cual uno no puede escapar de sí mismo ni con el suicidio. Por otra parte, Tillich hace hincapié en la significación del suicidio para escapar de uno mismo:
Finalmente Tillich conecta la experiencia de la desesperación con el símbolo de la “cólera divina” para expresar la ruptura de la relación del hombre con Dios (Lutero: “As you believe Him, so you have Him”). Ahora bien, ni siquiera en el estado de separación Dios deja de obrar creativamente en nosotros. La aceptación del perdón confirma que el Dios de la cólera no es la experiencia final de Dios.
(Trabajo para el seminario sobre "El concepto de la angustia", preparado por Ana María Fioravanti)