"¿Y no sentirías, en cambio, vergüenza ante el vulgo, si creyeras hacer algo feo? "
Aquí, me contó Aristodemo, les interrumpió Fedro, que dijo: "Querido Agatón, si respondes a Sócrates, ya no le interesará nada de lo de aquí, suceda lo que suceda y del modo que sea, con tal de tener alguien con quien dialogar, especialmente si es un bello mancebo. Por lo que a mí respecta, me gusta oír a Sócrates conversar, pero me es necesario, sin embargo, en beneficio del Amor, velar por su alabanza y recibir de cada uno de vosotros vuestro discurso. Así que, cuando haya prestado cada uno su contribución al dios, que dialogue entonces sin más".
"Tienes razón, Fedro—dijo Agatón—, y nada me impide hablar, pues con Sócrates tendré después mil ocasiones de conversar".
"Pues bien, quiero decir primero de qué modo debo hablar y después pronunciar mi discurso. En mi opinión, todos los que han hablado antes no han alabado propiamente al dios, sino felicitado a los hombres por los beneficios que el dios les proporciona; en cambio, qué cualidades reúne en sí para haberles otorgado esos dones, eso no lo ha dicho ninguno. Pero sólo hay un modo correcto de hacer cualquier encomio sobre cualquier cosa: exponer detalladarnente cómo es y qué efectos produce la cosa sobre la cual se esté hablando. De esta manera, es justo también que alabemos al Amor, primero en sí, como es, y luego en sus dádivas. Y yo afirmo que entre todos los dioses, que de por sí son bienaventurados, es el Amor, si es lícito y no acarrea la ira de los dioses el decirlo, el más bienaventurado de ellos, ya que es el más bello y el mejor. Y es el más bello porque reúne estas condiciones: en primer lugar, Fedro, es el más joven de los dioses. Una gran prueba en pro de mi afirmación él mismo la procura, al huir en franca fuga de la vejez, que evidentemente es veloz, o al menos nos alcanza a nosotros con mayor rapidez que fuera menester. Contra ésta, como es sabido, siente aversión el Amor por naturaleza y no se aproxima a ella ni a larga distancia. Entre los jóvenes, en cambio, siempre anda y está, pues razón tiene ese antiguo dicho de que lo semejante se arrima siempre a lo semejante. Yo, con Fedro, a pesar de que con él coincido en otras muchas cosas, no estoy de acuerdo con eso de que Amor es más antiguo sino que afirmo que es el más joven de los dioses y siempre joven. En cuanto a esos antiguos hechos referentes a los dioses de que hablan Hesíodo y Parménides, sostengo que fueron debidos a la Necesidad y no al Amor —en el supuesto de que aquéllos dijeran la verdad— ya que, de haber estado Amor entre ellos, no hubiera habido ni mutilaciones, ni mutuos cautiverios, ni otras muchas violencias, sino amistad y paz como hay ahora, desde que el Amor reina entre los dioses.
Es el dios, según lo dicho, joven, pero además de joven, delicado. Es más, requiere un poeta como fue Homero para describir su divina delicadeza. Homero, en efecto, a propósito de Ate, asegura que es una diosa y además delicada —al menos que sus pies son delicados—con estas palabras:
Sus pies en verdad son delicados, pues no los aproxima al suelo, sino que sobre cabezas de hombres camina.
Buena es, en mi opinión, la prueba con la que muestra su delicadeza: el que no camina sobre cosa dura, sino blanda. De la misma prueba, pues, nos serviremos nosotros también respecto del Amor, para mostrar que es delicado. No camina el Amor sobre el suelo, ni sobre los cráneos, que no son excesivamente blandos, sino que camina y habita en los más blandos de los seres: es en los caracteres y en las almas de dioses y de hombres, donde asienta su morada.
Mas no indistintamente en todas las almas, que de toda aquella que encuentra con un carácter duro, se aparta, y se instala, en cambio, en la que lo tiene blando. Estando, por tanto, no sólo con los pies, sino con todas las partes de su cuerpo, siempre en contacto con las más blandas de las cosas más blandas que hay, necesariamente será delicado en grado sumo. Es, pues, por una parte, sumamente joven y sumamente delicado, pero además de estas cualidades es flexible de forma; porque, si fuera rígido, no sería capaz de replegarse en todas sus partes ni tampoco de pasar inadvertido a través de las almas, al penetrar primero en ellas y luego al salir. Por otra parte, de su figura simétrica y flexible hay un excelente indicio: su proporción de formas, lo que precisamente, según reconocen todos, posee en grado sumo Amor; pues entre la deformidad y el Amor siempre existe mutua guerra. La belleza de su tez la indica ese modo de vivir del dios entre flores; porque en lo que no está en flor o está marchito, bien sea cuerpo o alma o cualquier otra cosa, no reside Amor, mas donde haya lugar florido y perfumado, allí aposenta su sede y permanece.
Sobre la belleza del dios, pues, basta con esto que se ha dicho, por más que queden todavía muchas cosas por decir. A continuación se ha de hablar sobre la virtud del Amor. Lo más importante es que el Amor no comete injusticia contra dios ni contra hombre, ni la recibe tampoco de dios o de hombre alguno. Tampoco padece violencia, si es que padece de algo, pues la violencia no toca al Amor. Asimismo, cuando obra, no ejerce violencia porque todo el mundo sirve al Amor de buen grado en todo, y aquello que convienen dos por propia voluntad dicen "las leyes reinas de la ciudad" que es justo. Pero, aparte de la justicia, participa además de la mayor templanza. Pues, según se opina comúnmente, la templanza es el dominio de los placeres y de los deseos y no hay ningún placer más fuerte que el Amor. Si los placeres, pues, son menos fuertes que él, serán dominados por el Amor y él tendrá dominio sobre ellos; y por este dominio de los placeres y de los apetitos, el Amor tendrá templanza en grado sumo. Por otra parte, en lo que a valentía toca, con Amor "ni siquiera Ares compite", pues no es Ares quien se adueña del Amor, sino el Amor de Ares, es decir, Afrodita, según se cuenta, y es superior lo que domina a lo dominado. Así, si prevalece sobre el más valiente de los restantes, será el más valiente de todos. Sobre la justicia, templanza y valentía del dios se ha hablado; queda hacerlo sobre su sabiduría y, en lo que es posible, se ha de intentar no pasar nada por alto. En primer lugar, para que honre también yo a nuestro arte, como Erixímaco al suyo, diré que es el dios poeta tan hábil que puede incluso crear otro. Al menos se hace poeta todo aquel, "por negado a las musas que fuera anteriormente", a quien toque el dios. Y de esto conviene que nos sirvamos como testimonio de que el Amor es un excelente poeta en general en toda clase de creación relativa a las artes de las musas; porque aquello que no se tiene o no se sabe, no se puede dar a otro o enseñárselo a tercero. Y, ciertamente, la creación de los seres vivos en su totalidad ¿quién negará que es una parte de la sabiduría del Amor, por la que nacen y se producen todos los seres? En cuanto a la práctica de las artes, ¿es que no sabemos que aquel que tenga a ese dios por maestro resulta famoso e ilustre, y oscuro aquel a quien Amor no toque? Incluso el arte de disparar el arco, la medicina y el arte adivinatoria las descubrió Apolo bajo la guía del deseo y del amor, de suerte que también él puede ser tenido por discípulo del Amor; asimismo las Musas, respecto de las artes musicales, Hefesto respecto de la forja, Atenea respecto del arte de tejer y Zeus en el de gobernar a los dioses y a los hambres. De ahí también que se estableciera un orden en las cosas de los dioses cuando entre ellos apareció el Amor —claro es que el de la belleza, pues no se posa amor en la fealdad—. Hasta entonces, como dije al principio, tuvieron lugar entre los dioses muchos horrores, según se cuenta, por culpa del reinado de la Necesidad, pero una vez que nació ese dios, del amar las cosas bellas se ha seguido toda clase de bienes tanto para los dioses, como para los hombres.
Esta es mi opinión, Fedro: el Amor, por ser ante todo sumamente bello y excelente en sí, es causa después para los demás de otras cosas semejantes. Y se me ocurre también decir en verso que es él quien crea:
En los hombres la paz, en el piélago calma sin brisa, el reposo de los vientos y el sueño en las cuitas.
Es él quien nos vacía de hostilidad y nos llena de familiaridad, quien ha instituido todas las reuniones como ésta para que las celebremos en mutua compañía y el que en las fiestas, en las danzas y en los sacrificios se hace nuestro guía; nos procura mansedumbre, nos despoja de rudeza; amigo de dar benevolencia, jamás da malevo lencia, es benigno en su bondad; digno de ser contemplado por los sabios, de ser admirado por los dioses; envidiable para los que no le poseen, digno de ser poseído por los favorecidos por la suerte; del lujo, de la molicie, de la delicadeza, de las gracias, del deseo, de la añoranza es padre; atento con los buenos, desatento con los malos; en la fatiga, en el temor, en el deseo, en el discurso es piloto, marinero, compañero de armas y salvador excelso; ornato de todos, dioses y hombres, y guía de coro, el más bello y el mejor, a quien deben seguir todos los hombres elevando himnos en su honor y tomando parte en la oda que entona y con la que embelesa la mente de todos, dioses y hombres.
Este es, Fedro —concluyó—, el discurso que de mi parte debe quedar consagrado al dios: un discurso que, en la medida de mis fuerzas, tiene parte de broma y parte de comedida gravedad".
Al terminar de hablar Agatón, todos los presentes, según me contó Aristodemo, prorrumpieron en aplausos, porque estimaban que el joven había hablado en consonancia consigo mismo y con el dios. Sócrates, entonces, lanzó una mirada a Erixímaco y le dijo: "¿Acaso estimas, ¡oh, hijo de Acúmeno!, que mi miedo de hace un momento era infundado? ¿No te parece más bien que lo que decía hace un rato era una verdadera profecía, que Agatón iba a hablar maravillosamente y que yo me iba a encontrar en un aprieto?"
"Esto último —le respondió Erixímaco—, que Agatón iba a hablar bien, lo has dicho, en mi opinión, como un verdadero profeta. Pero eso de que tú no sepas qué decir no lo creo".
"¿Cómo, ¡oh, bienaventurado! —le replicó Sócrates—, no voy a encontrarme en un aprieto, y no sólo yo, sino también otro cualquiera, si he de hablar después de haberse pronunciado un discurso tan bello y tan variado? Cierto es que la primera parte no ha sido tan maravillosa, pero en lo tocante al final... ¿quién al oírlo no quedaría embelesado por la belleza de los nombres y de los períodos? Tanto es así que cuando reflexionaba que no iba a ser capaz de decir nada bello que pudiera aproximarse siquiera a estas palabras, poco faltó para que por vergüenza me escapara, y lo hubiera hecho, de haber tenido algún miedo. Me traía, en efecto, su discurso, el recuerdo de Gorgias, de tal forma que pasé, ni más ni menos, por esa situación que cuenta Homero; temía que, al terminar Agatón, arrojara en su discurso la cabeza de Gorgias, ese terrible orador, sobre el mío y me convirtiera en piedra por la imposibilidad de emitir palabra. Fue entonces cuando me di cuenta de lo ridículo que era cuando os prometí hacer en turno con vosotros un encomio del Amor y afirmé que era entendido en cuestiones amorosas, por más que no sabía nada de ese asunto de cómo se debe hacer un encomio cualquiera.
Llevado por mi ignorancia, yo creía que se debía decir la verdad sobre cada una de las cualidades de la cosa encomiada, aunque también fuera posible escoger entre ellas las más bellas y exponerlas de la manera más brillante posible. Grande era ciertamente mi presunción de que iba a hablar bien, ¡como si conociera la manera verdadera de hacer cualquier alabanza! Mas no era ése, el parecer, el modo correcto de elogiar cualquier cosa, sino el atribuir al objeto el mayor número de cualidades y las más bellas, se dieran o no en la realidad. Y si éstas eran falsas, la cosa carecía de importancia, pues lo que se propuso fue, al parecer, que cada uno de nosotros cuidara de hacer en apariencia el encomio del Amor, no que éste fuera realmente elogiado. Por esta razón, creo rebuscáis toda clase de calificativos y se los aplicáis al Amor y decís que es de tal o cual condición, u origen de tantas o cuantas cosas, para que aparezca de la manera más bella y mejor posible, claro está que ante los ignorantes, pero no, por supuesto, ante los entendidos; y así el elogio no sólo resulta bello, sino también pomposo. Pues bien, yo no conocía ese tipo de alabanza y por no conocerlo os prometí hacer yo también en mi turno un encomio. Fue sin duda "la lengua la que prometió, no la mente". Adiós, pues, el encomio. Yo ya no lo hago de esta manera, porque no podría hacerlo. Sin embargo, la verdad, si os parece bien, estoy dispuesto a decirla a mi manera, mas sin poner en parangón mi discurso con los vuestros, para no incurrir en ridículo. Mira, pues, Fedro, si hace falta también un discurso semejante, uno que permita oír la verdad sobre el Amor, pero con el léxico y ordenación de vocablos que buenamente salgan".
Entonces —me dijo Aristodemo—, Fedro y los demás lo invitaron a hablar conforme él creyera conveniente.
"Pues bien, Fedro —agregó Sócrates—, déjame todavía hacer a Agatón unas cuantas preguntas, para que, una vez que haya recibido su asentimiento, empiece ya a hablar".
"Está bien. Te dejo —le contestó Fedro—; pregúntale".
Después de esto me contó Aristodemo que Sócrates empezó más o menos así:
"Bien es verdad, querido Agatón, que me pareció que comenzaste acertadamente tu discurso, diciendo que primero era necesario mostrar cómo era el Amor en sí y después cómo eran sus obras. Este principio me admira grandemente. Pero, veamos, a propósito del Amor, ya que por lo demás explicaste bien y en un magnifico estilo cómo era, dime aún esto: ¿Es por su naturaleza el Amor de tal clase que sea amor de algo o de nada? Y lo que pregunto no es si el Amor es amor de una madre o de un padre —pues sería ridícula la pregunta de si el Amor es amor de madre o de padre—, sino que hago la pregunta de la misma manera que si a propósito del concepto de "padre" preguntara: ¿Es el padre padre de algo o no? En ese caso, me responderías sin duda alguna, si quisieras responderme bien, que el padre es padre de un hijo o de una hija. ¿No es verdad? "
"Sí", respondió Agatón.
"¿Y no ocurre lo mismo con el concepto de "madre"? " Agatón convino también en esto.
"Respóndeme aún —replicó Sócrates— a unas cuantas preguntas, para que te enteres mejor de lo que quiero decir. Si yo, pongo por caso, te preguntase: ¿Y qué? ¿El hermano, en cuanto que es tal, es hermano de alguien o no? "
"Lo es", afirmó Agatón.
" ¿Y no lo es de un hermano o de una hermana? "
"Sí", convino.
"Intenta, pues —repuso Sócrates—, responder a propósito del Amor. ¿Es el Amor amor de algo o de nada? "
"Sí, por cierto, lo es de algo".
"Esto —dijo Sócrates—guárdalo en tu memoria acordándote de qué cosa es amor. Pero ahora dime tan sólo esto: ¿Desea el Amor aquello de lo que es amor, o no? "
"Sí, y mucho", respondió.
"¿Es acaso al poseer lo que desea y ama cuando desea y ama, o es al no poseerlo? "
"Al no poseerlo, al menos según es verosímil", contestó.
"Considera ahora—replicó Sócrates—si en vez de verosímil es necesario que así sea, es decir: lo que desea desea aquello de que está falto, y no lo desea si está provisto de ello. A mí al menos me da una extraordinaria sensación de que es necesario. ¿Y a ti? "
"También a mí me la da", respondió.
"Dices bien. ¿Querría, por consiguiente, el que es grande ser grande y el que es fuerte ser fuerte? "
"Es imposible, según lo convenido".
"En efecto, ya que no carecería de estas cualidades por poseerlas en sí mismo".
"Dices la verdad".
"Pero en el caso de que alguien, a pesar de ser fuerte, quisiera ser fuerte—agregó Sócrates,—o siendo veloz, ser veloz, o estando sano, estar sano... Pues tal vez puede alguien creer con respecto a estas cualidades y a todas las similares, que los que las reúnan en sí y las poseen, desean, no obstante, lo que tienen. Y digo esto para que no nos llamemos a engaño. Pues estos individuos, Agatón, si reflexionas bien, verás que por necesidad poseen en el momento presente una por una todas las cosas que poseen, quieran o no quieran; y ¿quién puede estar deseoso precisamente de eso, de lo que posee? Así, suponiendo que alguien nos dijera: "Yo estoy sano y quiero estar sano", o bien: "Yo soy rico y deseo lo mismo que tengo", le diríamos: "Tú, buen hombre, que posees riquezas, salud o fuerza, quieres también poseer estos bienes en el futuro, ya que, al menos en el momento presente, quieras o no, los tienes. Mira, pues, cuando digas eso de "deseo lo que actualmente tengo", si lo que expresas con ello es otra cosa que esto: "Quiero tener también en el futuro lo que ahora tengo". ¿Podría afirmar otra cosa? Agatón mostró, según me dijo Aristodemo, su conformidad.
A continuación, dijo Sócrates: "¿Y no equivale a esto, es decir, el desear que en el futuro estas cualidades se conserven y perduren en nosotros, a amar aquello que aún no está a nuestra disposición, ni se tiene? "
"Sin duda alguna", respondió Agatón.
"Luego éste y cualquier otro que siente deseo, desea lo que no tiene a su disposición y no está presente, lo que no posee, lo que él no es y aquello de que carece. ¿No son éstas o cosas semejantes el objeto del deseo y del amor? "
"Sin duda alguna", dijo Agatón.
"Ea, pues—dijo Sócrates—, pongamos de acuerdo lo dicho. ¿No es el Amor en primer lugar amor de algo y en segundo lugar de aquello de que está falto? "
"Si", respondió.
"Después de esto, acuérdate ahora sobre qué cosas, según dijiste en tu discurso, versaba el Amor; o, si lo prefieres, yo te lo recordaré. Creo que tú dijiste más o menos así, que entre los dioses se estableció un orden de cosas gracias al amor de lo bello, pues lo feo no podría ser el objeto del amor. ¿No te expresabas más o menos así? "
"Así lo dije en efecto", respondió Agatón.
"Y lo dices con toda razón, compañero—replicó Sócrates—. Pero si esto es así, ¿puede ser el Amor otra cosa que amor de la belleza y no de la fealdad? " Agatón dio su aprobación a esto.
"Mas ¿no se ha convenido en que es lo que le falta y no tiene, lo que desea y ama? "
"Sí", dijo.
"En ese caso, el Amor carece de belleza y no la posee".
" Necesariamente", respondió.
"¿Y qué? ¿Lo que carece de belleza y en modo alguno la posee, dices tú que es bello? "
"No, por supuesto".
" ¿Persistes todavía en afirmar que el Amor es bello, si esto es así?"
Agatón entonces le dijo: "Es muy probable, Sócrates, que no entendiera nada de lo que dije entonces".
"Y eso que hablaste bellamente, Agatón —replicó Sócrates—. Pero respóndeme todavía un poco. ¿Las cosas buenas no te parecen también bellas?"
"Al menos, ésa es mi opinión".
"Entonces, si el Amor carece de cosas bellas y lo bueno es bello, también estará falto de cosas buenas".
"Sócrates —respondió—, a ti no sería yo capaz de contradecirte. Que quede el asunto tal como tú dices".
"No, por cierto, querido Agatón —le replicó Sócrates—; es a la verdad a la que no puedes contradecir, pues a Sócrates no es nada difícil".
"Pero a ti te dejaré ya y me ocuparé del discurso sobre el Amor, que un día escuché a una mujer de Mantinea, Diotima, que no sólo era sabia en estas cuestiones, sino en otras muchas; tanto es así que, por haber hecho antaño, con anterioridad a la peste, un sacrificio los atenienses, aplazó por diez años la epidemia. Fue precisamente esa mujer mi maestra en las cosas del amor y el discurso que me pronunció voy a intentar repetíroslo tomando como punto de partida lo que hemos convenido Agatón y yo, hablando conmigo mismo, en la forma que pueda. Y como, según indicaste tú, Agatón, se debe exponer primero qué es el Amor en sí y cuál es su naturaleza, y después sus obras, me parece que lo más fácil para mí es hacer mi relato, ciñéndome a las preguntas que entonces me iba haciendo la extranjera. Sobre poco más o menos también yo había aducido ante ella otras tantas razones, como las que ahora ha aducido Agatón ante mí: que el Amor era un gran dios y que tenía por objeto las cosas bellas, pero ella me fue refutando con los mismos argumentos que yo a él: que no era ni bello, según pretendían mis palabras, ni bueno."
PLATÓN, El banquete, Trad.de Luis Gil y María Araújo, Ed. Sarpe, Madrid, 1985, págs. 65-79.