"LAS OBRAS DEL AMOR" - Capítulo II

II.- 1 - TÚ “DEBES” AMAR (Du skal elske)

Todo discurso tiene un presupuesto que es su punto de partida. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” contiene un presupuesto que, aunque está al final, es su principio pues presupone que todo hombre se ama a sí mismo. Esto es lo que supone el cristianismo. Pero no hay que entenderlo al revés, como lo hace la sabiduría mundana: “que cada uno es para sí mismo el prójimo más a mano”. Al contrario, el cristianismo quiere arrancar toda semilla de egoísmo en el corazón humano. La semilla del egoísmo es amarse a sí mismo, pero al imponer el mandamiento de “amar al prójimo como a sí mismo”, hace saltar el cerrojo como una ganzúa. Pues esa breve expresión “como a sí mismo” no admite escapatorias ni discursos engañosos. Cuando el amor propio lucha con esa expresión (tan fácil de comprender sin necesidad de romperse la cabeza con ella) nota que ha estado en combate con el más fuerte y que, tras él, el amor propio quedará hecho trizas.

            Esas palabras no pretenden que el hombre no se ame a sí mismo. Al revés, le enseñan el auténtico amor a sí mismo. El cristianismo decide esa lucha de un solo golpe, en un abrir y cerrar de ojos, en un instante. El cristianismo presupone que el hombre se ama a sí mismo y refiriéndose al prójimo sólo añade “como a ti mismo”. Pero entre lo primero y lo último, hay una mutación eterna.

Las otras afirmaciones son afirmaciones poéticas: 1) amar a otro más que a uno mismo: el amor al amado y al amigo (amor cantado) es un amor ebrio que pretende volar más alto que el amor al prójimo (amor mandado). Pero el cristianismo entiende de amor y de amar más que los poetas y sabe que lo que ellos cantan no es más que amor propio, un hermoso vértigo de lo infinito que no es todavía lo eterno. 2) amar a un hombre más que a Dios: estupidez temeraria que hace llorar al poeta y que para el cristianismo es sólo blasfemia. 3)   el amado y el amigo son amados en oposición a todo el mundo: el cristianismo enseña que hay que amar a todo el mundo, incluso al enemigo, sin hacer ninguna excepción.

Más que a sí mismo se puede amar sólo a Dios. Por eso, no se dice “amarás a Dios como a ti mismo” sino “amarás a Dios con todo tu corazón, toda tu alma y toda tu  mente”. El amor del hombre a Dios es a la par obediencia absoluta y adoración. Sería una impiedad que el hombre se amase a sí mismo o a otro de esa manera o que permitiese a otro que lo amara así.

El prójimo no es una abstracción: es todos los hombres y cada uno de ellos. Uno solo basta para cumplir el mandamiento, pues el prójimo es aquél respecto del cual tengo un deber y, el cumplirlo, me manifiesta también a mí como su prójimo (el buen samaritano no demostró con su misericordia que el caído era su prójimo sino que él era el prójimo del caído, pues la pregunta formulada al fariseo fue: “¿Quién de estos tres te parece haber sido prójimo de aquel que cayó en poder de los ladrones?”). Por eso, si un hombre no quiere aprender del cristianismo a amarse auténticamente a sí mismo, tampoco podrá amar al prójimo. Ambos movimientos son una y la misma cosa. Lo que los hace coincidir es el “tú debes”, no sólo el “como a ti mismo”. Que amar sea un deber es algo que no ha surgido del corazón de ningún hombre: es la gran revolución en el sentido de la eternidad, algo desconocido totalmente para el juego dinámico de las pasiones. Sólo como deber, el amor estará protegido eternamente contra todo cambio, eternamente liberado y eternamente asegurado contra la desesperación. Pero el poeta y los amantes no toleran el “tú debes” de la eternidad. En el amor que sólo tiene existencia, por muy confiado que esté, siempre habita la angustia de poder cambiarse. Por el contrario, si se debe, es evidente que se trata de algo eternamente  decidido y el amor eternamente protegido.

El amor que sólo tiene existencia puede transmutarse  en algo diferente: odio, celos, costumbre, todo lo que consume el amor y que, más que para nadie, es espantoso para el interesado mismo.

La “cristiandad” referida a un pueblo o nación da pie a que el individuo singular se haga excesivas ilusiones respecto de sí mismo en cuanto creyente. Es un engaño callar las cosas graves, pero es un engaño igualmente peligroso decirlas adaptándolas a las circunstancias y exponerlas con un enfoque totalmente distinto al de la vida cotidiana de la realidad.

La vida mundana con sus pompas, sus distracciones y encantamientos contribuye a aprisionar y cautivar a los hombres. Entonces, lo serio no es silenciar lo profano sino hablar gravemente de ello para armar a los hombres contra los peligros de la mundanidad.

La poesía enseña que hay una única persona amada en todo el mundo (que se expresa en el “todo o nada”, “ser o no ser”). El amor cristiano, en cambio, enseña a amar a todos los hombres y si hubiera uno solo en el mundo a quien se dejara de amar, eso no sería amor cristiano. Es decir, siguen direcciones absolutamente contrarias.

Pero la confusión de la cristiandad consiste en que, por un lado, los poetas han enervado y aflojado la tensión disparada de la pasión y dicen que se puede amar muchas veces y, por lo tanto, se dan muchos seres amados; y, por otro lado, el amor cristiano también cede y afloja la tensión disparada de la eternidad y dice que basta con amar a todo un grupo de hombres para que se dé la caridad cristiana.En consecuencia, tanto lo poético como lo cristiano han quedado confusamente entremezclados y el resultado no es ni lo poético ni lo cristiano.

La pasión siempre encierra una peculiaridad incondicional: la de excluir toda tercería; toda tercera cosa es la confusión. Amar sin pasión es imposible, pero entre el simple amor y el amor cristiano intercede en su pasión respectiva una diferencia eterna y exclusivamente única.

El poeta diviniza la inclinación amorosa y tiene razón cuando afirma que imperar el amor es la mayor insensatez. Pero el cristianismo tiene pleno derecho a destronar ese amor por el “tú debes amar”. Por eso, nadie puede clarificar su vida recurriendo a ambas afirmaciones pues son rigurosamente opuestas: son el contraste máximo y esclarecen lo contrario. Mejor dicho, el poeta no esclarece nada y explica el amor y la amistad por enigmas y como enigmas que no contienen ninguna tarea ética; a lo sumo, se puede estar agradecido con la dicha de encontrar a un amigo o un amado. En cambio, si amar al prójimo es un deber, enseguida aparece la tarea ética de la que dimanan todas las demás tareas. En el mundo, hay una enorme lucha entablada acerca de cuál deba llamarse el bien supremo. El cristianismo cierra todas las múltiples consideraciones deliberadoras y aplazadoras y enseña el camino más corto para encontrarlo:·        cierra tus puertas y entra a rezarle a Dios (interioridad)·        cuando salgas a la calle, el primer hombre con el que te topes será tu prójimo y deberás amarlo.

La muchacha puede buscar largamente un amado y confundirse. Pero el prójimo no se confunde con ningún otro pues el prójimo son todos y cada uno de los hombres.

           

II.- 2 - TÚ DEBES AMAR AL “PRÓJIMO”

El amado y el amigo son “el otro yo” o “el segundo yo”.         

El prójjimo es “el otro tú”, “el tercer hombre” de la proporción.

El amor propio y el de predilección son igualmente amor egoísta.

El amor y la amistad son amor de predilección y pasión de predilección.

El amor cristiano es amor de abnegación.

La extralimitación apasionada de la predilección consiste en amar a uno solo exclusivamente; y la consecuencia extrema de la abnegación consiste en entregarse sin excluir del amor ni siquiera a uno solo.

En otros tiempos, cuando se ponía un interés serio en lo cristiano como una regla interior de la vida, se opinaba que el cristianismo contenía algo contra el amor según la naturaleza puesto que se funda en un instinto, que había introducido una contienda entre la carne y el espíritu y odiaba el amor como cosa de la sensualidad. Sin embargo, esa era la incomprensión de un espiritualismo exagerado. El cristianismo está muy lejos de soliviantar la sensualidad contra el hombre mismo (San Pablo: mejor es casarse que abrasarse). No, el cristianismo, porque es de verdad espiritual, entiende por sensualidad algo distinto de eso que se suele llamar así. Por eso, de la misma manera que no les prohíbe a los hombres que coman y beban, tampoco se llama a escándalo a propósito de un instinto que el hombre, desde luego, no se ha dado a sí mismo. Por lo sensual y lo carnal, el cristianismo entiende lo egoísta, que incluye el abandono y la entrega ilimitada. En realidad, tampoco se puede concebir una lucha entre el espíritu y la carne, a no ser que se dé un espíritu rebelde puesto del lado de la carne contra el cual tenga que luchar el espíritu, y esa lucha es tan inconcebible como lo sería una lucha entre el espíritu y una piedra o un árbol. Por lo tanto, lo egoísta es lo sensual. Y precisamente el cristianismo desconfía del amor y de la amistad porque la predilección apasionada es otra forma de egoísmoPero el prójimo se interpone entre el yo y el yo del egoísmo (amor propio) y el yo y el otro yo de la amistad y el amor (amor de predilección). Amar al prójimo es amor de abnegación y la abnegación arroja fuera toda predilección y todo egoísmo. Cuando el amante y el amigo sólo son capaces de amar a un hombre único en todo el mundo manifiestan un tremendo individualismo en esa entrega avasalladora e ilimitada, que es puro egoísmo pues los dos seres se hacen realmente una sola cosa, un solo yo.

En cambio, el amor de abnegación, el amor según el espíritu, no es capaz de convertirme en una misma cosa con el prójimo, en un yo reunido. Es un amor entre dos personas eternamente determinadas cada una por su lado como espíritu y dos espíritus jamás podrían formar un solo yo en el sentido egoísta de la palabra.

Cuando hablamos del primer yo (amor propio) o del segundo yo (amor de predilección) no nos acercamos ni siquiera un paso a nuestro prójimo, pues el prójimo es el “primer tú”. El primer yo es divinización de sí mismo, el segundo yo es idolatría. Es el amor de Dios lo que decide, pues el precepto del amor cristiano nos impone que amemos a Dios sobre todas las cosas y luego que amemos al prójimo.

En el amor y la amistad el común denominador es la predilección.

En el amor al prójimo el común denominador es Dios.

Sólo cuando se ama a Dios sobre todas las cosas puede amarse en el otro hombre al prójimo y en el prójimo a todo hombre. Por eso, el amor al prójimo representa la igualdad eterna al amar, que consiste en que no se discrimine lo más mínimo, en que ilimitadamente no se haga la más mínima diferencia entre los hombres. En cambio, la predilección consiste en hacer diferencias y la predilección apasionada, en que ilimitadamente se haga una diferencia. Ahora bien, el cristianismo es lo supremo y lo altísimo, pero de tal manera que para el hombre natural representa un escándalo. El camino que lleva al cristianismo pasa por el escándalo. Lo mismo sucede con el amor al prójimo: es motivo de escándalo para la carne y la sangre y una locura para la sabiduría de este mundo. Lo cristiano no es en absoluto el “bien supremo” de la cultura. Lo cristiano educa por el escozor que el escándalo provoca en nosotros. El prójimo es la igualdad de todos ante Dios. El prójimo es cada hombre, ya que si se hacen discriminaciones, deja de ser tu prójimo. Es tu prójimo mediante la igualdad contigo ante Dios, pero esta igualdad la tiene absolutamente todo hombre y la tiene en absoluto.

 

II.- 3 - “TÚ” DEBES AMAR AL PRÓJIMO

Ponerse a cumplir el “tú” debes amar al prójimo, renunciar a la predilección, no quiere decir que tengas que dejar de amar a la persona amada pues el prójimo son todos los hombres y ninguno puede quedar excluido. Lo que hay que eliminar es el amor propio y la predilección para no quedar aprisionado en el egoísmo. Es decir, al amarte a ti mismo, mantén el amor al prójimo; en el amor y la amistad, mantén el amor al prójimo. Esto es lo chocante, los signos del escándalo montando guardia junto a lo cristiano: amar al amado y al amigo y al mismo tiempo permitir que el amor al prójimo sea lo que debe aprender el uno del otro en la confianza con Dios.

El amor y la amistad se determinan por su objeto (un hombre o una mujer determinados); sólo el amor al prójimo se determina por el amor mismo, ya que en el objeto no se da ninguna limitación: el prójimo son absolutamente todos y cada uno de los hombres. Por lo tanto, quien de verdad ama al prójimo ama también a su enemigo, pues la igualdad de los hombres ante Dios también la posee el enemigo. Cuando amas al enemigo, amas a tu prójimo pues no miras que es tu enemigo. Al prójimo se lo ve sin atender para nada a las diferencias. El amor al prójimo contiene la perfección de la eternidad. Por eso, quizá parece tan desproporcionado a las circunstancias de la vida en la tierra que tan fácilmente sea incomprendido y expuesto al odio y que, en cualquier caso, sea una cosa muy ingrata el amor al prójimo.El cristianismo ha instalado a cada uno de los hombres, absolutamente a cada uno, en un lugar alto pues para Cristo y la providencia divina no se da ningún número, ninguna masa, los tiene contados a todos y para Él no hay más que individuos singulares. Así de altos ha instalado el cristianismo a cada uno de los hombres para que nadie se dañe el alma envalentonándose o suspirando bajo las diferencias de la vida en la tierra. Pues el cristianismo no ha hecho desaparecer las diferencias de la misma manera que Cristo tampoco quiso apartar a sus discípulos de este mundo. Por eso, igual que en el paganismo, en el cristianismo no hay ningún cristiano que viva sin las diferencias de nación, cultura, circunstancias, etc. Ninguno de nosotros es el puro hombre y el cristianismo es algo demasiado serio como para que ande divagando en torno al puro hombre. Se contenta con hacer puros a los hombres. El cristianismo se distingue de toda consolación humana, pues esta siempre quiere ser una compensación por la pérdida de la alegría, mientras que el consuelo cristiano es la alegría. El cristianismo no es ningún cuento de hadas ni tampoco una ingeniosa construcción intelectual difícil de entender. Ha puesto fuera de combate para siempre aquella espantosa abominación del paganismo (castas, esclavos, siervos), pero no ha suprimido las diferencias de la vida en la tierra. Estas permanecerá mientras el mundo exista y tienen que permanecer para tentación de todo hombre que viene a este mundo porque el hombre no queda liberado de las diferencias por el hecho de ser cristiano; al contrario, se hace cristiano en cuanto vence la tentación que estas diferencias comportan. En lo que se llama la cristiandad, unos sucumben a la vanidad y otros a la envidia. Ambos representan la rebelión contra lo cristiano. El cristianismo contempla con la calma de la eternidad todas las diferencias y no toma partido asociándose belicosamente con ninguno, absolutamente con ninguno, ni siquiera con aquella diferencia que a los ojos del mundo sea la más atrayente y razonable, ni siquiera una desigualdad que clama al cielo y que rebela. Esto no le embarga al cristianismo lo más mínimo puesto que no hace diferencias mundanas. El cristianismo no atiende a los instrumentos con que el hombre puede destrozarse al alma sino al hecho de que se la destroce, sea por lo fuere, aunque sólo se trate de una bagatela. ¡Claro que el hecho de destrozársela no es de seguro una bagatela!

La desigualdad es como una enorme red en la que está encerrada la temporalidad y las mismas mallas de esa red son a su vez diferentes. Pero el cristianismo no se ocupa lo más mínimo de toda esta desigualdad cotejadora porque semejante ocupación y preocupación son a su vez mundanidad. El cristianismo yla mundanidad jamás llegarán a comprenderse mutuamente. La mundanidad está ocupadísima con abrir paso en el mundo a la igualdad entre los hombres, pero ni el mejor intencionado empeño mundano en este sentido coincidirá jamás comprensivamente con el cristianismo. La mundanidad bien intencionada está convencida piadosamente de que hay que llegar a la igualdad. A esto se ha de objetar:

            1) que es imposible realizarlo

            2) que la igualdad temporal de todos no es en modo alguno la equidad cristiana.

Hagamos hincapié en la imposibilidad de que se lleve a cabo una perfecta igualdad mundana. Esto lo concede hasta la misma mundanidad mejor intencionada, que se daría por satisfecha con lograrla para una inmensa mayoría, pero no tiene más remedio que reconocer que su empeño es un deseo piadoso, que es enorme la tarea que se ha echado sobre los hombros y que por más que el esfuerzo se continúe a través de siglos, nunca tampoco se llegará a esa meta. En cambio, el cristianismo, recurriendo al atajo de la eternidad, deja que todas las diferencias persistan, pero enseña la indiferencia de la eternidad. Enseña que cada uno ha de elevarse sobre la diferencia temporal. No dice que el pobre tiene que elevarse y que el rico tiene que apearse de su encumbramiento, sino que el más encumbrado de todos, aunque fuese el mismo rey, tiene que elevarse sobre la diferencia del encumbramiento, y el mendigo, elevarse sobre la diferencia de la pequeñez.

El cristianismo permite que persistan todas las diferencias de la vida en la tierra, pero en el precepto del amor, en el deber de amar al prójimo está contenida la igualdad de elevación sobre todas las diferencias de la vida terrestre. Mas porque la realidad es como es, porque tanto el humilde como el poderoso, porque cada hombre puede perder su alma al no querer cristianamente elevarse sobre las diferencias terrenas, el querer amar al prójimo está expuesto a un múltiple peligro. Todo el que desesperadamente se sienta apretado en una u otra diferencia —de suerte que esta diferencia y no Dios sea su elemento vital— exige que los que están en su misma situación formen partido con él. No para el bien, porque el bien no constituye ningún partido, no unifica ni a dos ni a ciento ni a todos los hombres en un partido: no, aquéllos se unen en una asociación impía contra lo común-humano y naturalmente semejantes desesperados llamarán traidores a quien pretenda establecer una comunidad con otros hombres. Pero quien se decida a amar al prójimo y no se preocupe por abolir las diferencias en sentido mundano será el blanco de ataque de todos los ángulos, como un cordero extraviado entre lobos rapaces.

Han quedado atrás aquellos tiempos en que sólo los poderosos y distinguidos eran hombres, y los demás hombres, siervos y esclavos. Esto es obra del cristianismo. Pero de ahí, no se sigue en modo alguno que la distinción y el poderío hayan dejado de representar una trampa, pues la trampa sigue echada y el que cae en ella se destroza el alma y olvida lo que es amar al prójimo. Sólo que el proceder de los nuevos dominadores es más oculto y solapado para no enfurecer a los hombres. Pero lo inhumano y lo anticristiano no consiste en la manera de hacerlo sino en la pretensión de sustraerse por su cuenta del parentesco con todos y cada uno de los hombres. Desde luego, el mundo ha cambiado y la corrupción también ha cambiado; y de seguro, juzgaría con mucha precipitación quien creyera que que el mundo había mejorado porque había cambiado. Lo que sucede en realidad es que la corrupción va revistiendo nuevas formas más insidiosas y difíciles de descubrir. Y si hubiese un aristócrata que se opusiera a formar parte de esa conjuración confabulada para hacer trizas lo común-humano, es decir, al prójimo, entonces la aristocracia lo acusaría de traidor y egoísta —porque quería amar al projimo. Del mismo modo, el que no pertenecía a su clan lo obsequiaría con befas y escarnios —porque quería amar al prójimo. Sólo asociado con Dios en medio de los hombres, pierden su resplandor mundano el honor y el poder y la gloria, pues ya no podrás mundanamente saborear esas cosas.

Por mucho que una idea combativa acose a otra idea, por más que en una disputa verbal un contrincante se abalance sobre el otro, sin embargo toda esa lucha tiene lugar a distancia y como en el aire. Por el contrario, la medida más segura para juzgar del talante de un hombre consiste en ver la distancia que separa lo que piensa de lo que hace, la distancia entre su comprensión y sus actos. En el fondo insobornable de nosotros mismos, todos comprendemos muy bien cuál sea el bien supremo. Un niño, el último de los simples, el hombre más sabio, etc., todos comprenden lo que es el bien supremo y entienden por ello la misma cosa. Porque, si me es lícito expresarme así, esta es una lección que fue dada por igual a todos los hombres. Lo que los diferencia es que unos comprenden a distancia, no regulando sus actos con esa comprensión, mientras que otros comprenden de cerca, obrando en consecuencia.

La eternidad supone con toda tranquilidad que aquello es asequible a todos los hombres y por eso sólo pregunta si cada uno de los hombres actúa en consecuencia. A cierta distancia, todos conocen al prójimo porque a distancia el prójimo es un ensueño, es una sombra que por el camino del ensueño le pasa a todo hombre por las mientes. Pero que ese hombre que acaba de pasar al lado de uno sea el prójimo ¡probablemente eso ni siquiera se le haya ocurrido a uno solo! A distancia, cualquiera conoce al prójimo; y, sin embargo, es imposible ver al prójimo a distancia. Por eso, si tú no lo ves tan cerca que íntimamente y delante de Dios veas al prójimo en cualquier hombre, entonces no lo ves en absoluto.

Pensemos ahora en la diferencia de la clase baja. Ha pasado el tiempo en que los llamados “los humildes” no tenían ni idea acerca de sí mismos, o a lo sumo tenían idea de ser unos esclavos, en realidad ni siquiera hombres. Pero en el hombre humilde, la corrupción se manifestará viendo en el encumbrado y poderoso a su enemigo. A esta corrupción, le basta con el secreto de una oculta exasperación y con un destemple agresivo lejanamente barruntado en el mutismo de la envidia para que, con ellos, el poder y el prestigio se les conviertan en tormento al poderoso y al prestigioso. Y si hubiese un hombre de humilde condición, en cuyo corazón no había entrado el secreto de esta envidia, enseguida le saldría también al paso aquel doble peligro. Sus camaradas lo tratarían de traidor y lo menospreciarían por su mentalidad de esclavo, y a los poderososos les parecería una presunción de su parte eso de querer amar al prójimo.

Quizás algún hombre en virtud de su diferencia, amoldándose y transigiendo, quitando un poco de aquí y poniendo otro poco allá, pueda llegar a ser bien visto por las gentes de todas las condiciones sociales; pero la igualdad eterna que representa el que se quiera amar al prójimo, es algo que parece al mismo tiempo muy poco y demasiado, y por eso mismo, el amor al prójimo se le antoja a la gente como verdaderamente desproporcionado a las circunstancias de la vida en la tierra.

Jesús llama “comida” o “cena” cuando se trata de invitar a los amigos, parientes y vecinos ricos, y “banquete” a la invitación de pobres, ciegos y tullidos (Lucas, 14, 13-14). La igualdad cristiana no sólo te exige que les des de comer, sino que a esto también le llames un banquete. Ahora bien, ¿por qué este afán polémico y desafiante en no invitar a los amigos y parientes cuando debería haber invitado igualmente a todos? No cabe duda de que si lo hubiese hecho por afán polémico, entonces no lo ensalzaríamos ni a él ni a su manera de hablar. Pero el sentido de esas palabras evangélicas está en que los otros no habrían ido aunque se les hubiese invitado. Por eso, la sorpresa del que no fue invitado desapareció en cuanto se le fue diciendo quiénes habían asistido al banquete.

No está en el poder del hombre lo que tiene o no tiene que ejecutar, no es él quien tiene providencia del mundo, su activismo mundano carece de seriedad. La sola y única cosa que tiene que hacer es obedecer, situarse en el punto donde la Providencia pueda, si le place, servirse de él como instrumento. Ese punto es cabalmente el amor al prójimo. Cualquier otro punto es el de la discordia, por muy ventajosa, cómoda  y significativa que pueda ser esta posición. Si él se ha instalado en esta posición, la Providencia no podrá emplearlo como instrumento, ya que precisamente está en rebeldía contra la Providencia. Pero quien ha ocupado la otra posición preterida, despreciada y rehusada, sin formar partido con ningún hombre, aunque aparentemente no haya efectuado nada en el mundo y aunque haya vivido expuesto al escarnio y la burla de los insignificantes o de los poderosos o de las dos partes, a ese la Providencia lo empleó como instrumento al servicio de la verdad —y no echemos en saco roto que todo hombre debe y ha de atreverse a ser uno de esos instrumentos, o al menos deberá organizar su vida de tal manera que pudiera llegar a serlo. Verdaderamente sólo amando al prójimo puede el hombre realizar el bien supremo, ya que el bien supremo es ser un instrumento en manos de la Providencia. Pero todo el que se ha instalado a sí mismo en cualquier otro punto distinto, todo el que forma partido o grupo, sea jefe o uno de tantos afiliados, no hace más que jugar a ser su propia providencia y todas sus realizaciones, aunque transformasen al mundo, no serían más que un engaño. Fue un individualista y un autosuficiente. La hazaña suprema que un hombre puede realizar es sin duda alguna la del amor al prójimo, por muy ridícuula, humillante e inoportuna que esta hazaña pueda antojársele al mundo. Después de todo, lo supremo tampoco ha sido nunca algo que se adecuaba  muy bien a las circunstancias de la vida en el mundo, sino que siempre será algo que al mismo tiempo es muy poco y demasiado.Si se ha de amar al prójimo, hay que estar siempre recordando que las diferencias no son más que disfraces, como los de los actores, y hay que llevarlas con soltura, sin querer eliminarlas ni buscar una concordia mundana entre todas ellas, llevarlas sueltas como vestimentas carnavalescas en la que se ha ocultado una esencia sobrenatural. La temporalidad habría alcanzado su cenit, si cada individuo viviera así la vida. Claro que no sería como en la eternidad, pero esta solemnidad llena de espera, sin parar el ritmo de la vida, sería un resplandor de la eternidad. Entonces podrías muy bien encontrarte en la realidad de la vida con el monarca en persona y presentarle tu homenaje, pero también tendrías que ver en el monarca la gloria interior, la igualdad gloriosa de los hombres, que él llevaba oculta bajo la púrpura. Entonces podrías muy bien encontrarte con el pordiosero, pero tendrías que ver también la gloria interior, la igualdad gloriosa de los hombres, que él llevaba oculta bajo los harapos. Sí, por todas partes adonde volvieras los ojos verías al prójimo. La diferencia es lo confusivo de la temporalidad, pero el prójimo es la marca de la eternidad en todos y cada uno de los hombres. Por muchas contrariedades que esta comprensión te acarrease, incluso la misma muerte, seguirías junto con Dios permaneciendo fiel a ella y considerándola como tu victoria contra todas las ofensas e injusticias. No olvides que quien —para querer en verdad una sola cosa— escogió querer el bien de verdad, no olvides que éste poseerá un consuelo dichoso: que se sufre solamente una vez, pero se vence por toda la eternidad. Todo el que quiera participar de esta comprensión está en disposdición de amar al prójimo. La vida de un hombre comienza siempre con la ilusión de que delante de él y a distancia se despliegan un tiempo muy largo y todo un mundo, y así comienza con la fantasmagoría temeraria de que es él quien tiene mucho tiempo para tantas exigencias como le reclaman. Pero cuando el hombre, en el momento de la transformación infinita, descubre que lo eterno lo acosa estrechamente, que no hay ni siquiera una sola exigencia, una sola disculpa, ni siquiera un solo minuto que lo separe de lo que él debe hacer en ese preciso instante, en ese segundo y en ese sagrado momento, está en camino de hacerse cristiano. La juventud pretende ser el único “yo” que hay en el mundo. La madurez consiste en comprender que ese “yo” no significa nada mientras no se convierta en el “tú” a quien la eternidad dice sin cesar: debes, debes amar al prójimo. ¡Oh, querido oyente mío, no eres tú aquel a quien yo estoy hablando! No, soy yo mismo al que la eternidad está diciendo: debes. 


Recensión del capítulo: Ana Fioravanti

 

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