"LAS OBRAS DEL AMOR" - capítulo I

PRÓLOGO

Son meditaciones cristianas.

“Cada individuo” decidirá por sí mismo si leerlas o no.

Lo cristiano alcanza expresión verdadera cuando se equilibran  dificultad y facilidad.

No tratan acerca del “amor” sino de “las obras del amor”.

Su riqueza es esencialmente inagotable y esencialmente indescriptible.

 

ORACIÓN

No podría hablarse rectamente del amor si quedases olvidado Tú, oh Dios del amor, que revelaste lo que es el amor y de quien procede todo amor en el cielo y en la tierra.

 

I.- LA VIDA OCULTA DEL AMOR Y SU RECONOCIMIENTO POR LOS FRUTOS

 

Si tuviese razón la pretendida sabiduría, que se jacta de no dejarse engañar, cuando afirma que no debe creerse nada que no se vea con los ojos de la carne, entonces lo primero que habría que desechar es la fe en el amor. Pero hay muchas maneras de engañarse:

1.      creyendo lo falso                       1. por las apariencias

2.      no creyendo lo verdadero          2. creerse asegurado contra todo engaño

 El engaño más lamentable y terrible es engañarse a sí mismo en el amor porque es una pérdida eterna de la que uno no se compensa ni en el tiempo ni en la eternidad. Pues el engañado en las cosas de amor mantiene, a pesar de todo, relaciones con el amor y el engaño sólo consiste en que el amor no estaba donde se pensaba. Pero el que se engaña a sí mismo se excluye a sí mismo del amor. Y aunque ensoñadoramente se jacte de estar en él, en la eternidad no podrá sustraerse al amor ni dejar de descubrir que lo malbarató todo, ¡tan seria es la existencia! El amor es el lazo que une el tiempo con la eternidad (por eso, preexiste a las cosas y subsistirá después que ellas hayan pasado). Mas como el tiempo y la eternidad son heterogéneos, a la sabiduría terrena el amor le parece un fardo inútil y siente un enorme alivio al arrojar lejos de sí ese lazo de la eternidad. En su ensueño insensato, se le oculta cuán miserable es su vida. Sus discursos consoladores llevan estos frutos: la amarga burla, el racionalismo cortante, el venenoso espíritu de desconfianza, la mordiente frialdad del endurecimiento. Frutos que muestran que allí no hay amor.

Cada árbol se reconoce por sus propios frutos. Y el amor también. Si uno se equivoca, se debe:1.      a que no se conocen los frutos (llamar amor al egoísmo cuando la tarea del amor es  negarse a sí mismo y renunciar a todo egoísmo enamorado).2.      a que no se acierta a distinguir rectamente (llamar amor al débil abandono, a la blandenguería depravada, a los sobornos lisonjeros, a los fenómenos del momento, a la dañosa asociación, al lazo de la temporalidad).

Todo amor humano, ya sea que se marchite o cambie, ya sea que dure toda la existencia temporal es siempre pasajero y sólo puede florecer (da lo mismo una hora que setenta años). En cambio, el amor cristiano es eterno. Por eso, no florece y ningún poeta, si se comprende íntimamente, soñará con cantarlo. Lo pasajero es floreciente y lo floreciente es pasajero. Pero el amor cristiano permanece y es y lo que es no puede ser cantado sino creído y vivido. Este amor se reconoce por los frutos porque, en cierto sentido, está oculto y por eso sólo se reconoce por los frutos que lo revelan. ¿De dónde viene el amor? De un lugar que está oculto en lo más íntimo del hombre, imposible de encontrar, por mucho que penetres allá adentro. Como el lago se ahonda oscuramente en el manantial, el amor del hombre se funda y se apoya enigmáticamente en el de Dios. Si Dios no fuese amor, tampoco existiría amor en el hombre. Ese secreto manantial y su vida oculta deben permanecer en el misterio, pues el que quiera sondearlo y perturbarlo sólo logrará malbaratarlo. Si opinas que lo alcanzas a ver, lo que estás viendo es un espejismo que te engaña, haciéndose pasar por el fundamento. Que el Evangelio diga que es posible conocer esta vida del amor por los frutos señala que nuestra tarea no debe ser la pretensión de develar el misterio. Aunque permaneciera en lo más secreto, se conocería de todos modos por los frutos.

Los frutos son la señal esencial. Otra señal son las hojas (=palabras), pero es señal insegura, pues las mismas palabras dependen de quién y cómo las diga, lo cual no significa que hayas de callar, sino que de la abundacia del corazón hable la boca. No obstante, por las palabras locuaces se reconoce también el amor engañoso.

Para que el amor dé frutos, debe empezar por poner corazón, como ciertos vegetales. No hay ni una sola palabra en el lenguaje humano, ni la más santa, por la cual se pueda afirmar del hombre que la pronuncia que el amor habita en él. Tampoco hay ni un solo hecho que permita afirmar que la mejor obra de misericordia se haya llevado a cabo por amor. Por tanto, lo que cuenta es el modo como se piensa las palabras al decirlas y el modo como se cumplen las acciones al hacerlas. Pero no hay ni un solo criterio externo que permita afirmar la presencia o la ausencia del amor.

Que el amor se conoce por los frutos no significa que tengamos que entreternos en juzgarnos los unos a los otros, sino que cada uno de nosotros, tú, yo, trabaje para que no sea infructuoso el amor, no importa que los frutos sean conocidos o no por los demás. Nathán tuvo que decir a David: “Tú eres ese hombre”. El Evangelio no necesita hacerlo porque no habla a un hombre acerca de otro hombre, no te habla a ti de mí ni a mí de ti, sino que nos habla a ti y a mí acerca de que el amor se conocerá por los frutos. Esto es edificar la casa sobre roca, pues cuando vienen los torrentes arrasan la distinguida blandenguería del amor exquisito y cuando soplan los vientos azotan toda la trama de la hipocresía y entonces no se teme y el amor verdadero se da a conocer por sus frutos. El hombre no ha de temer a quien puede matar el cuerpo ni tampoco a los hipócritas. Hay uno solo a quien ha de temer: a Dios, y uno sólo por quien ha de inquietarse: él mismo. Dedicarse afanosamentea descubrir hipócritas es también una forma de hipocresía. Pero aquel cuyo amor, sin quererlo ni buscarlo, da sus propios frutos, sin siquiera darse cuenta de ello, dejará al descubierto a cualquier hipócrita y lo pondrá en vergüenza por muy hipócrita que sea.

Lo primero y lo último, cuando se trata de conocer el amor, es que en el amor hay que creer. Y hay que creer por dos razones:1.      por oposición al racionalismo que pretende poner en tela de juicio la existencia del amor.2.      por oposición a la estrechez de corazón que con desconfianza mezquina y lamentable se empeña en ver los frutos del amor, en lugar de tener fe en él. Pues la señal definitiva del amor es siempre el amor mismo y sólo puede conocer el amor quien permanece en el amor.

Recensión del capítulo: Ana Fioravanti


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