Éste es uno de los “Veinte Discursos Edificantes de Diverso Tenor” publicados por Sören Kierkegaard en Copenhague en l843.
Más que un tratado, es la oración de un penitente que en soledad y recogimiento interior ruega para que en su corazón se cumpla el deseo de querer de verdad una sola cosa: el BIEN, única eternidad en el tiempo que se aplica y resiste a todos los cambios.
Deseo ignorado o siempre postergado, sólo puede ser actualizado por dos guías que no son precisamente ciegos: remordimiento y arrepentimiento, capaces de modificar el corazón para disponerlo al acto sagrado de la confesión.
Confesión concentrada y en silencio, susceptible de ser efectuada por cada individuo solitario, en la hora undécima, la del llamado al encuentro del Bien, que llega en cualquier momento de la vida, tanto para el anciano como para el joven.
Si esa hora tarda en venir o no viene, es porque la duplicidad de hombre irresoluto no le permite limpiar su corazón. Inconstante en todos sus caminos, su doble voluntad bloquea, demora y corrompe, hasta que lo conduce a la perdición.
Hay múltiples barreras del autoengaño para no querer esa sola cosa:
· La variedad de objetivos sensuales y mundanos: placer, honores, poder, riquezas.
· El deseo de recompensa en un acuerdo entre el Bien y el mundo, que impide mantenerse ante lo eterno.
· El miedo no al mal sino al castigo.
· El servicio egocéntrico del Bien: querer que el Bien triunfe por su intermedio, para apuntar la victoria a su favor, como forma de autoafirmación.
· Querer el Bien únicamente en cierto grado.
El precio de querer esa sola cosa es:
· Estar dispuesto a sufrirlo todo.
· Ser leal, comprometerse y poner en evidencia las evasiones.
Vivir como individuo, centrarse en sí mismo (porque ante lo eterno ninguno es maestro y cada uno es alumno), significa dar cuenta de la fidelidad, únicamente personal, a la verdad y al Bien.
Ana María Fioravanti