Oscar Alberto CUERVO: "KIERKEGAARD Y LA COMUNICACIÓN INDIRECTA"
cuervo_oscar_alberto@hotmail.com

El autor es Profesor en Filosofía, UBA, docente del CBC, director de revista La otra (arte y pensamiento).
 

 El presente artículo se propone presentar el aporte realizado por el pensador danés Søren Kierkegaard acerca del problema de la comunicación indirecta. Este problema, lejos de tratarse de una mera “teoría de la comunicación”, es el dispositivo discursivo que Kierkegaard pone en marcha en su propia obra, en la cual apela a la libertad de su lector para que este decida el sentido de la comunicación. Esta decisión no es del orden del saber, sino del poder: puesto que lo que está en juego son las posibilidades existenciales del destinatario de la comunicación. A pesar de que Kierkegaard plantea esta cuestión en función de su propósito religioso (el de plantear cómo puede el hombre contemporáneo llegar a ser cristiano), anticipa con ello una problemática que gravitará en la filosofía contemporánea: la crisis del discurso proposicional y de la filosofía entendida como sistema.

I

A Søren Kierkegaard (1813-1855) se lo suele presentar, con cierta imprecisión, como el padre del existencialismo. Estos “ismos” nunca le han hecho mucho favor al pensamiento, pero se revelan especialmente ineptos para comprender la posición de este pensador danés. Es que Kierkegaard se ha propuesto deliberadamente constituirse en un problema para su lector. Quizá ningún otro filósofo antes que él puso el problema de la comunicación en el centro de la relación con sus destinatarios. No se trata solamente de que él haya elaborado una teoría de la comunicación, sino más precisamente de que la problematización del acto comunicativo se realiza en acto en su escritura filosófica. Su obra está constituida como un complejo dispositivo de seudónimos que representan diversas posiciones, y es voluntad manifiesta de Kierkegaard que el sentido último de su filosofía no se pueda fijar en la forma de un sistema; pero además: que la interpretación que el lector realice suponga una decisión por parte de este último en el que se haga patente la posición existencial del propio lector. Está claro que toda obra filosófica demanda siempre un acto de interpretación; lo peculiar de Kierkegaard es que él dispone el conjunto de sus textos para que el lector no pueda sino interrogarse sobre su propia lectura: pone en cuestión el acto de la lectura, la pertinencia del lector, sus posibilidades, la disposición anímica o tonalidad (Stemning) a partir de la cual es posible leer cada texto. Esta problematización de la comunicación filosófica tiene un doble fundamento:

1) Por un lado, Kierkegaard cuestiona la posición hegeliana de que la verdad tenga el carácter de un Sistema: el dispositivo autoral de seudónimos deja un grado de indeterminación que sólo puede ser determinado por el acto de lectura singular de cada lector.

2) El problema principal que rige el pensamiento kierkegaardiano es, según sus propias palabras, el de “cómo llegar a ser cristiano”. Y esta cuestión sólo puede plantearse en una comunicación existencial. Es decir, no una comunicación de saber sino una comunicación de poder, dirigida a la libertad de su interlocutor.

En el presente trabajo me propongo analizar el problema de la comunicación indirecta que semejante planteo conlleva, aplicándolo específicamente a la cuestión paradigmática de la filosofía kierkegaardiana: ¿qué significa “ser cristiano” y quién es el Jesucristo de Kierkegaard? Resulta evidente que esta problematización en acto de la comunicación excede la posición religiosa enarbolada por el pensador danés y tendrá una gravitación fundamental en la filosofía contemporánea, la cual no ha podido sustraerse (en Nietzsche, en Wittgenstein, en Heidegger y en el llamado “post-estructuralismo”, en cada caso de muy diversas maneras) al problema del discurso como un asunto crucial de la reflexión filosófica. Pero aun cuando en otros contextos este problema se plantea con total prescindencia de la dimensión religiosa, en el caso de Kierkegaard es inevitable articular comunicación indirecta y fe para alcanzar una comprensión de su planteo.

II

¿Qué quiere decir “llegar a ser cristiano? ¿Quién es el Jesucristo de Kierkegaard?

Si queremos comprender a Kierkegaard, nos tenemos que plantear la pregunta. Y esto porque el mismo Kierkegaard ha puesto la cuestión del cristianismo en el lugar central de su obra de escritor. Cuando en 1849 el danés cree haber alcanzado un punto de su carrera en el que le resulta necesario decir de una vez por todas y de la manera más franca posible lo que él es como escritor, lo dice así:

“que soy y he sido un escritor religioso, que la totalidad de mi trabajo como escritor se relaciona con el cristianismo, con el problema de «llegar a ser cristiano», con una polémica directa o indirecta contra la monstruosa ilusión que llamamos cristiandad, o contra la ilusión de que en un país como el nuestro todos somos cristianos.”[i]

¿Quién es, entonces, el Jesucristo de Kierkegaard?

No es posible responder esta pregunta antes de haberla comprendido. Comprenderla es imprescindible para no apresurarse a contestar otra cosa, de acuerdo con las representaciones que habitualmente manejamos acerca de Jesucristo y el cristianismo, de la filosofía kierkegaardiana y de la posibilidad de deslindarla de su fe cristiana. Mientras nos manejemos con las representaciones habituales, no hay posibilidad de comprender lo que aquí se pregunta. El primer obstáculo a vencer para comprender quién es el Jesucristo de Kierkegaard es nuestra “familiaridad” con el cristianismo y con Jesucristo, la presencia habitual, en nuestra cultura, de las imágenes de Jesucristo, de sus dichos, el peso institucional de la iglesia que se reivindica cristiana, la cantidad de gente que se dice cristiana, e incluso la cantidad de gente que se dice no cristiana. Como si ya se supiera hace rato qué es ser cristiano y cmo si el hecho de vivir 2000 años después de Jesucristo nos facilitase la comprensión del cristianismo; como si ese presunto saber nos ahorrase un poco del esfuerzo necesario para entender a un escritor que quiere llegar a ser cristiano.

Pero si hemos de tener en cuenta lo que Kierkegaard piensa, entonces los 2000 años posteriores a Jesucristo, nuestra inserción en la historia occidental y cristiana, la cantidad de gente que se dice cristiana, el peso institucional de la iglesia y todo lo demás –eso que Kierkegaard llama “la cristiandad”, para diferenciarla de un auténtico cristianismo- no puede ayudarnos para nada a comprender quién es Jesucristo o qué es el cristianismo; aún más, puede ayudar a confundirnos al respecto.

Cuando el cristianismo vino al mundo, la tarea era sencillamente proclamar el cristianismo. Lo mismo sucede cuando el cristianismo se introduce en un país cuya religión no es el cristianismo.

En la “cristiandad”, el caso es distinto, ya que la situación es otra. Lo que se tiene delante no es cristianismo sino una “prodigiosa ilusión” y las personas no son paganas sino que viven dichosas en la fantasía de ser cristianas.

Si el cristianismo tiene que instalarse aquí, antes que nada debe desaparecer esta ilusión. Pero dado que esta ilusión, esta fantasía, consiste en que los hombres se consideran cristianos, parece que instalar el cristianismo fuera quitárselo. Sin embargo, es lo primero que debe hacerse: la ilusión tiene que desaparecer.”[ii]

III

Entonces como resulta tan fácil equivocarse respecto del sentido de dicha pregunta, el primer desafío es comprenderla. Ya en el simposio internacional que organizó la Unesco en París en abril de 1964, con motivo del 50° aniversario de su nacimiento, se planteó un debate acerca de si podía esquivarse la posición cristiana de Kierkegaard para tratar de comprenderlo. En este simposio se hallaban presentes muchos de los más importantes autores que se reivindicaban kierkegaardianos, o que al menos habían dedicado importantes esfuerzos a interpretar su obra y a determinar en qué medida el pensamiento de Kierkegaard estaba aún vivo. Estaban Jean Paul Sarte, Karl Jaspers, Lucienne Goldmann, Jean Beaufret, Jean Hyppolitte, Emanuel Levinas, Gabriel Marcel y Jean Wahl, entre otros. En el coloquio, J. Hersch, profesora de la facultad de Letras de la Universidad de Ginebra, dijo:

«Estoy un poco molesta por el hecho de que los cristianos reivindiquen una especie de posibilidad exclusiva de comprender y leer a Kierkegaard, mientras que los que no son cristianos reivindican para sí la posibilidad de encontrarse con él. Si fuéramos kierkegaardianos ¿no ocurriría lo contrario? Los cristianos, en lucha con su cristianismo, como lo estuvo Kierkegaard, ofrecerían una posibilidad de contacto y de comunicación mediante los no-cristianos; y al revés, los no cristianos experimentarían, como lo experimento yo a cada momento, el sentimiento de comprender a Kierkegaard por efracción, por una especie de hurto.»[iii]

Comprenderlo por efracción, por una especie de hurto: la imagen de Hersch es notablemente adecuada a la posición kierkegaardiana y puede aplicarse no sólo a los no-cristianos, sino a cualquiera que intenta comprender a Jesucristo. Ni siquiera los cristianos pueden comprenderlo de otra manera que no sea por efracción, por una especie de hurto. Y esto no sólo por causa de “ la monstruosa ilusión que llamamos cristiandad”, que promueve el engaño de que “en un país cristiano, todos son cristianos”, o que, por ser depositarios de una tradición cultural de 2000 años de cristianismo, nos sentimos herederos de la condición de cristianos.

Porque, en efecto, el problema de cómo introducir el cristianismo en la cristiandad es lo que podríamos llamar el desafío asumido por Kierkegaard por su particular posición histórica. Así está planteado en Mi punto de vista. De lo que se trata, dice allí, es de romper una ilusión, y esto no puede hacerse mediante una ataque directo, porque “Un ataque directo sólo contribuye a fortalecer a una persona en su ilusión, y al mismo tiempo le amarga. Pocas cosas requieren un trato tan cuidadoso como una ilusión, si es que uno quiere disiparla.[iv] La táctica por la que Kierkegaard ha optado es la del método indirecto, en el cual no se trata de oponerse a la voluntad del iluso de la cristiandad de mantenerse en su ilusión, sino en abrir en su escritura una brecha de silencio que permita a su lector quedar a solas y llegar por su propia reflexión al reconocimiento de que ha vivido hasta entonces en una ilusión. Esa brecha abierta en el discurso, que apuesta a la reflexión del interlocutor, es lo que Kierkegaard llama dialéctica. Kierkegaard es ese escritor que, después de despertar la atención del lector, quiere retirarse tímidamente (“porque el amor es siempre tímido” [v]) para que el lector sea capaz de tomar la decisión más grave, la que concierne a su relación con la verdad: eso es lo que en numerosas ocasiones Kierkegaard ha llamado quedarse a solas ante Dios.

Este elevado propósito ha llevado al escritor danés a inventar un complejo dispositivo autoral de pseudónimos que abordan desde distintas perspectivas la misma cuestión (cómo llegar a ser cristiano) [vi]. Por ello, la tarea de comprender el pensamiento de Kierkegaard demanda recorrer un laberinto de espejos en el que lo peor que puede hacerse es aplanar la polifonía de voces que él compuso para obtener un remedo de filosofía sistemática que desbarataría su singularísima posición. Ante cada afirmación de una obra pseudónima, e incluso de los libros que Kierkegaard firmó con su propio nombre, el lector actual puede y debe preguntarse cómo se vincula dicho pasaje con su propósito fundamental. Y por eso, nuestra pregunta, ¿quién es el Jesucristo de Kierkegaard?, no puede comprenderse cabalmente si cada vez que se formula no nos preguntamos al mismo tiempo: quién es Kierkegaard como autor.

IV

Pero, decía más arriba, no es sólo por causa de “la monstruosa ilusión que llamamos cristiandad” que se requiere comprender el cristianismo de Kierkegaard “por efracción, por una especie de hurto”. Es por algo que atañe a la naturaleza misma del cristianismo, más allá de la situación histórica de la cristiandad. Quiero decir: según Kierkegaard, todo lo que se puede decir de Jesucristo es comunicación indirecta y él no puede ser el tema de ningún discurso objetivo, de modo que cualquiera que hable de Jesucristo directamente, entonces no es propiamente de él de quien está hablando. Para aclarar esta cuestión, voy a apelar al planteo que sobre el particular hacen dos pseudónimos: Johannes Climacus en Migajas filosóficas y Anticlimacus en Ejercitación del cristianismo. Como este trabajo tiene un carácter inevitablemente preliminar, no iré a fundamentar una tesis acerca de la relación entre estos dos pseudónimos. Sólo señalo que Climacus y Anticlimacus no necesariamente representan posiciones opuestas, aunque con toda seguridad son posiciones distintas.

Climacus, el pseudónimo que firma Migajas filosóficas y el Post-Scriptum Definitivo No Científico a Las Migajas Filosóficas, antes había sido el personaje de una novela inédita e inconclusa que Kierkegaard escribió en el invierno de 1842[vii]. Antes aún existió un Climacus real, asceta del siglo VI de nuestra era que escribió un tratado titulado Scala Paradisi[viii], en el que habría desarrollado un camino de ascención al cielo, escalón por escalón, mediante distintos grados del saber. A Kierkegaard este personaje le serviría para representar un intento de mediación filosófica para encarar el problema de la divinidad, en contraste con la posición más propia de Kierkegaard de caracterizar el movimiento de la fe como un salto. Pero lo que hace el Johannes Climacus kierkegaardiano en Migajas filosóficas es marcar el límite de la filosofía y despejar el terreno para la fe. La pregunta clave de Migajas... reza: ¿Puede darse un punto de partida histórico para una conciencia eterna? En el libro se analizan las posibilidades de dos modelos incompatibles para acceder a esa conciencia eterna. En el primero, el modelo socrático, el Maestro es sólo la ocasión para que el discípulo acceda a la verdad eterna, porque el discípulo ya está en la verdad desde el comienzo, aún sin saberlo. Se trata de la doctrina griega de la reminiscencia, en la cual el instante en que se accede a la verdad (el punto de partida histórico por el que se pregunta) es completamente contigente y accidental, porque el instante sucumbe, por así decir, bajo el peso de la eternidad. Pero existe otra posibilidad: si el punto de partida para acceder a la conciencia eterna, el instante, es decisivo, entonces el maestro no es una mera ocasión para llegar a la verdad sino el que da la condición para que el discípulo llegue a ella. Y si el maestro no la da, el discípulo no puede llegar nunca por sí mismo. Lo eterno nacería en ese preciso instante. Cómo puede la eternidad nacer del instante es algo inconcebible y no es tarea humana la de convertirse en un Maestro de este segundo tipo: el que puede dar la condición de la verdad es un maestro muy distinto de Sócrates. Entonces Climacus plantea una disyunción excluyente: o bien el hombre está en la verdad y en una ocasión contingente se reapropia de ella, o bien el hombre está fuera de la verdad y necesita que la condición le sea dada y en el instante en que la recibe viene al mundo la eternidad.[ix] :

Y ahora el instante. Este instante es de naturaleza especial. Es breve y temporal como instante que es, pasajero como instante que es, es pasado como le sucede a cada instante en el instante siguiente, y decisivo por estar lleno de eternidad. Para este instante tendremos que contar con un nombre singular. Llamémosle: plenitud en el tiempo.”[x]

Este “nombre singular” de la plenitud en el tiempo es una referencia evangélica no declarada por Climacus. Se trata de un pasaje de la epístola a los Gálatas:

...cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo. Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios.[xi]

La palabra griega para expresar “plenitud” es pleroma y significa también cumplimiento, acabamiento, consumación. El instante en que el hombre es alcanzado no es uno cualquiera entre otros, sino el decisivo de su existencia, porque es el de su liberación. El hombre no puede disponer su llegada sino recibirlo o rechazarlo. Lo extraordinario (y también lo inconcebible) es que el hombre es contemporáneo de ese acontecimiento. Este es un concepto clave del pensamiento kierkegaardiano, el del instante (en danés: Øieblik, un golpe deslumbrante de la mirada, en el que relampaguea la eternidad), que reaparecerá en distintos contextos de su obra. Es el instante en el que Abraham es llamado por su propio nombre y él responde: Aquí estoy.[xii] El instante es el encuentro dialógico entre dos personas contemporáneas, en el que se revelan no uno sino dos: el que llama y el que responde al llamado. Sólo en este marco de diálogo entre dos voces por completo diferentes se puede comprender cabalmente el sentido del instante kierkegaardiano, sobre todo para no confundirlo con una apuesta subjetiva en la que el hombre se autoconstituye.

Climacus registra aquí la incapacidad del pensamiento para establecer una mediación ante esta irrupción de lo totalmente Otro: la razón choca apasionada contra su propio límite y esa pasión se llama paradoja. La suprema potencia de la razón es siempre querer su propia pérdida, desear el choque.[xiii] Cualquier otra actitud de la razón que no sea la de desear el choque no está a la altura de las circunstancias, es una especie de bravuconada carente de seriedad. Climacus es el pensador creado por Kierkegaard para pensar el choque desde la óptica del pensamiento, para que el mismo pensamiento piense su propia pérdida:

“¿Pero qué es eso desconocido con lo que choca la razón en su pasión paradójica y que turba incluso el autoconocimiento del hombre? Es lo desconocido. No es algo humano, puesto que eso se conoce, ni tampoco otra cosa que conozca. Llamemos a eso desconocido Dios[xiv]

¿Y qué puede pensar el hombre ante eso? Lo que al hombre le cabe pensar no es una prueba de la existencia de ese desconocido, ni mucho menos elaborar una teoría acerca de cómo es el desconocido: Climacus no es un teólogo –tampoco lo es Kierkegaard. Lo que al hombre le cabe pensar es en su contemporaneidad con ese desconocido que lo reclama, situarse en ese instante en el que tiene una decisión de eternidad: el instante del tiempo en el que el hombre decide quién es. La relación del hombre con ese desconocido “es una pasión feliz que llamamos fe”[xv]. La razón ha sido despedida y lo más digno que puede hacer el hombre es hacer de ese despido una pasión feliz. Tampoco es la fe un acto de la voluntad, porque todo querer humano está operando siempre dentro de la condición dada por el Otro. En todo caso, el querer humano es querer recibir la condición de ese Otro, en el instante en que el Otro lo alcanza.

El problema humano es ante todo estar atento, porque el hombre está afectado por una ambigüedad de atención que es insalvable: porque el desconocido puede aparecérsenos sin previo aviso, podemos caminar a su lado, comer y beber ante sus ojos y no reconocerlo. Esta ambigüedad de atención[xvi] es riesgo porque es posibilidad: no se trata de que el hombre esté constituido de tal modo que no pueda reconocer la verdad; se trata de que el hombre está constituido de tal modo que puede que reconozca a la verdad cuando esta lo reclama o puede que no. Ese espacio de indeterminación, el rol ambiguo que al hombre le cabe jugar, es la libertad. El instante es, por eso, la única dimensión en el que el hombre puede decidir. El instante es el encuentro del tiempo y la eternidad. No está decidido lo que va a ser del hombre cuando se produzca el encuentro. Depende de él.

V

Anticlimacus es el autor de La enfermedad mortal y de Ejercitación del Cristianismo. Entre los pseudónimos de Kierkegaard este ocupa un lugar especial. Porque el danés apela a él una vez que ha hecho pública su estrategia de comunicación indirecta en los pasajes finales del Post-Scriptum Definitivo a las Migajas Filosóficas (1846) y en Mi punto de Vista (1848). Mientras los pseudónimos anteriores sólo de manera indirecta se refieren al problema de cómo llegar a ser cristiano, Anticlimacus es un autor cristiano.

En Ejercitación del Cristianismo el desconocido del que hablaba Climacus elípticamente en Migajas filosóficas es llamado por su propio nombre: es Jesucristo. ¿Quién es el Jesucristo de Anticlimacus?

Es un hombre insignificante, que invita: “Venid a mí todos los que estéis atribulados y cargados, que yo os aliviaré[xvii]. Es un hombre cualquiera, nacido en una choza, de una mujer despreciada, hijo de un carpintero. Aparece en un pequeño pueblo que se considera a sí mismo el pueblo elegido de Dios, que espera a un Mesías que según las profecías va a liberarlos. Pero aparece de una manera que no puede estar más alejada de lo que espera la mayoría del pueblo: no está investido de ninguno de los emblemas de la realeza. Según el relato evangélico, en el que Anticlimacus cree, ese hombre es la Verdad, pero no han de reconocerlo más que unos pocos discípulos y estos últimos sólo en ocasiones, siempre vacilando. Cuando sea apresado y condenado, sus propios discípulos lo negarán. Desde esa situación de humillación, desde la cruz, invitando con los brazos abiertos, parece ser el último hombre al que uno podría acudir en busca de ayuda, y sin embargo, él invita: “Venid a mí todos los que estéis atribulados y cargados, que yo os aliviaré”. ¿Quién en su sano juicio podría aceptar la invitación? ¿Cómo podría ese hombre ayudarnos? Lo extraordinario del relato evangélico es que ese hombre es Dios, es la realeza que todos estaban esperando, aunque los contemporáneos tienden a no reconocerlo. Lo que lo distingue es la falta de distinción, por lo que es fácil escandalizarse cuando dice a los atribulados y cargados que los va a aliviar.

¿Cómo se lo puede reconocer? Las señales y milagros llaman la atención, impactan durante un tiempo, pero la multitud se aburre pronto y al tiempo está en otra cosa. Los seres humanos estamos constituidos de manera tal que nuestra atención es ambigua, fluctuante, así que la verdad se nos aparece y desaparece. Los datos objetivos en los que los contemporáneos de la verdad podrían reparar nunca son decisivos, porque la objetividad da lugar a infinitas consideraciones y derivaciones que posponen la decisión. Y sin embargo, con tantas dificultades, en el instante, ahí está la posibilidad. Solamente que ese instante no puede alcanzarte sino en soledad, una vez que cesaron las infinitas consideraciones del saber objetivo. La determinación de la verdad, dice Anticlimacus, es esta: que ella es PARA TI[xviii].

Lo pasado no es realidad para mí; solamente lo contemporáneo es verdad para mí. Aquello con lo que tú vives contemporáneo es realidad para ti. Y de esta manera cualquier hombre solamente puede ser contemporáneo: con el tiempo en que vive – y así con una cosa más, con la vida de Cristo sobre la tierra, ya que la vida de Cristo sobre la tierra, la historia sagrada, se mantiene privilegiadamente por sí misma fuera de la historia.”[xix]

En este marco es donde adquiere sentido el concepto kierkegaardiano del singular (enkelte), tantas veces traducido como “individuo”. No se trata de una metafísica de la individualidad, ni de un subjetivismo extremo, sino de otra cosa: de una dimensión humana que es inconmensurable con la historia. Porque cada hombre es, relativamente a las coordenadas históricas, uno más de una larga serie, un punto de cruce de fuerzas trans-individuales, un ejemplar de la especie, un emergente de las condiciones socio-culturales. En esa visión historicista, cada hombre es casi nada. Pero hay otra posibilidad: cuando la verdad te mira a los ojos.[xx] En ese instante se revela quién eres. No está escrito en ninguna parte, estás solo para decidirlo. Kierkegaard dice: sólo ante Dios.

El Jesucristo de Anticlimacus es signo de contradicción: Dios-hombre, una conjunción inconcebible. No se trata de un concepto, no es la síntesis de lo divino y de lo humano sub specie aeterni.[xxi] Esta conjunción Dios-hombre es irreductible al concepto: lo mejor que puede hacer el concepto, como lo enseña Climacus, es retirarse. El Dios-hombre no es tampoco un pensador eminente, el autor de una doctrina verdadera, porque la verdad no es una doctrina, sino un camino y una vida:[xxii]

“la verdad, en el sentido de que Cristo es la verdad, no consiste en una suma de proposiciones, ni en una determinación conceptual y cosas similares, sino que es una vida. (...) Y por eso la verdad, entendida cristianamente, no es naturalmente lo mismo que saber la verdad, sino ser la verdad.”

Jesucristo, el Dios-hombre, es signo de contradicción. Pero esta contradicción no se resuelve en el medio del concepto: no se la resuelve en absoluto, sólo se la vive. ¿Y qué significa vivirla, en términos humanos? Significa que ante la verdad, ante ese prójimo, en el instante en que se te aparece, se hacen patentes los pensamientos de tu corazón[xxiii]. Es decir: ahí se va a ver quién eres tú. Ese prójimo te pone ante una encrucijada: creer o escandalizarte. Creer no es simplemente aceptar sumisamente una doctrina. Es exponerse al choque más violento:

Cuando alguien dice directamente: yo soy Dios, mi Padre y yo somos una misma cosa, estamos ante una directa comunicación. Mas si Aquel que lo dice, el comunicante, es este hombre individuo (enkelte), un hombre individuo completamente como los demás, entonces esa comunicación deja de ser totalmente directa; puesto que no es precismente muy directo, ni mucho menos, que un hombre individuo tenga que ser Dios – en tanto que lo que dice es totalmente directo. La comunicación contiene una contradicción al estar implicado en ella el que comunica, por lo que permanece como comunicación indirecta, que te enfrenta a una elección: si le quieres creer a Él o no.”[xxiv]

Ni siquiera Dios puede imponerse a la libertad del singular mediante una comunicación directa, siempre falta que el singular decida si ha de creer o escandalizarse. Ni siquiera Dios puede comunicar directamente que él es la verdad, aunque esté ahí diciendo: “soy la verdad”. Todavía falta la decisión del que recibe tal comunicación. ¿Por qué habríamos de creer en la verdad, cuando ella nos habla? No hay por qué: se puede creerle o no creerle. ¿Por qué creerle a un hombre que dice ser la verdad? No hay por qué. El singular está solo frente a él, y también puede escandalizarse. Si no se advierte esa posibilidad, entonces no se está eligiendo creer. La posibilidad del escándalo: esa es la seriedad del asunto:

lo exigido ahora es un modo de recepción completamente definido: el de la fe. Y la fe es por su parte también una determinación dialéctica. Fe es una elección, de ningún modo es una recepción inmediata – y el que la recibe es aquel que patentiza si desea creer o escandalizarse.”[xxv]

Determinación dialéctica: esto tiene en el lenguaje kierkegaardiano un sentido muy preciso y distinto al hegeliano: no se trata de un auto-desarrollo en el medio universal del concepto. Dialéctico es tanto como dialógico: se te dirige una palabra que no puede recibirse de modo meramente inmediato, porque hay un espacio de posibilidad en el que tiene que hacerse patente quién eres. No se resuelve en los conceptos sino que se decide en tu existencia, en tu vida; no sucede en el escenario de la historia universal, no actúa la humanidad: se dirige a ti y eres tú solo quien puede decidir.

VI

Poder decidir es existir en el instante, ser posible: ser libre. La comunicación indirecta deja el espacio para la decisión: por eso, la tesis de Hersch de un asunto que se puede comprender por efracción, por una especie de hurto, encuentra aquí un fundamento más serio, si cabe, que el de la situación histórica de una cristiandad en la que sin haber decidido nada, sin que se hayan patentizado los sentimientos de los corazones, todos somos cristianos. Este asunto sólo se puede comprender por efracción porque subsiste la posibilidad del escándalo: sin esta posibilidad, no hay fe y no se patentiza nada.

La posibilidad del escándalo: entiéndase bien, no el escándalo, porque Jesús ha dicho: “bienaventurado el que no se escandalizare de mí[xxvi]. Porque no se trata de pasar por el escándalo para llegar a la fe, como en las etapas de un desarrollo dialéctico a la manera hegeliana: la diferencia entre fe y escándalo subsiste y es abismal, como no pueden ser diferentes ningunas otras dos cosas. Elegir la fe o el escándalo son las dos posibilidades más distantes que se pueden dar en la vida y es en la encrucijada entre ambas en la que habita el hombre todo el tiempo. Por eso en la contemporaneidad late una inquietud que nunca acabará. No existe, en el pensamiento kiekegaardiano, un creyente que pueda ponerse a salvo de la posibilidad del escándalo, porque si así fuera, junto con esta posibilidad se dejaría atrás la misma fe. Ni existe tampoco una iglesia triunfante. Por eso la cristiandad es una estafa y una burla a la verdad. Cada uno está siempre en la encrucijada, en la posición de volver a empezar: y eso es lo que Kierkegaard llama la repetición (en danés: gjentagelse, que en sentido jurídico significa reintegrar, recobrar, recuperar). Cada vez: ese es el signo de lo humano, inconmensurable con la historia universal. Por eso dice Climacus:

Si la generación contemporánea de los creyentes no tuvo tiempo de triunfar, ninguna otra generación lo tiene, puesto que la tarea es la misma y la fe está siempre en lucha; por ello mientras vuelva la lucha, hay posibilidad de derrota y por ello en el ámbito de la fe nunca se triunfa antes de tiempo, es decir, nunca en el tiempo.”[xxvii]

Conclusión

¿Quién es entonces el Jesucristo de Kierkegaard? No podemos responder, porque el asunto no puede responderse directamente si Kierkegaard no está equivocado. Sin embargo, podemos proponer esta pregunta como la encrucijada en la que se encuentran los conceptos fundamentales del pensamiento kierkegaardiano. Si se pierde de vista esta pregunta, Kierkegaard, como posición de pensamiento, se disuelve y se transforma en otra cosa: en un subjetivista, en un individualista, en un satreano incompleto, en un decisionista, en un impreciso hegeliano. La singular posición kierkegaardiana se erige frente a esa pregunta.

Y esa pregunta de respuesta inconcebible lleva a otra pregunta: ¿quién en es el hombre, cada hombre? No estamos preguntando por un concepto universal, sino por una singularidad. No se responde con una definición, sino viviendo.

El dispositivo discursivo kierkegaardiano, de acuerdo con esta cuestión, no puede plantearse más que de modo indirecto. No hay lugar aquí para la objetividad científica, ni para una verdad obtenida como el resultado de una investigación, expresable en una proposición. En la comunicación existencial el autor deja un espacio de indeterminación a ser ocupado por el lector y éste, completando el circuito, no puede leer sino decidiendo, incluso cuando decide dejar en suspenso la decisión. Por ello, la comunicación indirecta no es un estilo literario entre otros posibles, sino el único modo posible para que se patentice la libertad del hombre singular.

No hace falta demasiada perspicacia para advertir que con este planteo Kierkegaard, más allá de su particular propósito religioso, anticipa cuestiones decisivas del pensamiento contemporáneo.

 

BIBLIOGRAFÍA

- Kierkegaard, Sören, Concluding Unscientific Postcript To Philosophical Fragments, Princeton, New Jersey, Princeton University Press, 1992.

- Kierkegaard, Sören, Øieblikket Nr. 1-10, Copenaghe, Hans Reitzel, 1984

- Kierkegaard, Sören, Migajas filosoficas o un poco de filosofía, Madrid, Trotta, 1997.

- Kierkegaard, Sören, Ejercitación del cristianismo, Madrid, Guadarrama, 1961

- Kierkegaard, Sören, Las obras del amor : meditaciones cristianas en forma de discursos, Madrid, Guadarrama, 1965.

- Kierkegaard, Sören, Mi punto de vista, Buenos Aires, Aguilar, 1959.

- Kierkegaard, Sören,, Johannes Climacus o De omnibus dubitandum est, ed. en lengua inglesa de Serpent’s Tail, Londres, 2001.

- Kierkegaard, Sören, Temor y temblor, Buenos Aires, Losada, 1991.

- VVAA, Kierkegaard vivo, Alianza Editorial Madrid, 1966


[i] S. KIERKEGAARD, Mi punto de vista, Introducción, Aguilar, Buenos Aires, 1959, p. 32

[ii] S. KIERKEGAARD, El Instante Nº 2, 4 de Junio de 1855, traducción propia, inédita.

[iii] VVAA, Kierkegaard vivo, “Coloquio sobre Kierkegaard”, Alianza Editorial Madrid, 1966, Trad. Andrés Pedro Sánchez Pascual pág. 189

[iv] S. KIERKEGAARD, Mi punto de vista., pág. 54.

[v] op. cit., pág. 54.

[vi] Dice Kierkegaard en el párrafo titulado “Una primera y última explicación” del Post-Scriptum Definitivo No Científico a Las Migajas Filosóficas “Formalmente y por amor a la regularidad reconozco aquí, cosa que es difícil que realiter alguien tenga interés en saber, que yo soy, como se dice, el autor de Aut-Aut (Víctor Eremita), Copenhague, febrero 1843; Temor y Temblor (Johannes de Silentio), 1843; La Repetición (Constantin Constantius), 1843; El Concepto de la Angustia (Vigilius Haufniensis), 1844; Los Prefacios (Nicolaus Notabene), 1844; Las Migajas Filosóficas (Johannes Climacus), 1844; Los Estadios en el Camino de la Vida (Hilarius Bogbinder, Willian Afham, El Asesor, Frater Taciturnus), 1845; El Post-Scriptum Definitivo a Las Migajas Filosóficas (Johannes Climacus), 1846; un artículo en la revista "Faedrelandet", Nº 1168, 1843 (Víctor Eremita); dos artículos en "Faedrelandet", enero 1846 (Frater Taciturnus).”

[vii] Johannes Climacus o De omnibus dubitandum est, ed. en lengua inglesa de Serpent’s Tail, Londres, 2001.

[viii] Ver la introducción de Rafael Larrañeta a la edición española de Migajas filosóficas, pág. 12.

[ix] Ver Migajas filosóficas, Cap I, págs. 23 y ss.

[x] op. cit., pág. 34.

[xi] Gál., 4, 4.

[xii] S. KIERKEGAARD, Temor y temblor, Losada, Buenos Aires, 1991, pág. 25.

[xiii] Ver Migajas filosóficas, Cap. III “La paradoja absoluta”, pág. 51.

[xiv] op. cit., pág 53.

[xv] op. cit., Cap. IV pág. 72.

[xvi] op. cit., pág. 107.

[xvii] ver S. KIERKEGAARD, Ejercitación del cristianismo, Ediciones Guadarrama, Madrid, Primera parte, págs. 39 y ss.

[xviii] op. cit., pág. 112.

[xix] Idem

[xx] Lc. 22, 61; ver S. KIERKEGAARD, Las obras del amor;

[xxi] ver Ejercitación del cristianismo, 179.

[xxii] Op. cit, pág. 278 y ss.

[xxiii] Op. cit., pág. 183.

[xxiv] Op. cit., pág. 195.

[xxv] Op. cit., pág. 205.

[xxvi] Mat. 11, 6; ver Ejercitación del cristianismo, Segunda parte, Acorde (Stemning).

[xxvii] Migajas filosóficas, Cap V, pág. 110.

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