Licenciado en Psicología - UBA
DE KIERKEGAARD Y EL CRISTIANISMO.
La explicación psicoanalítica más grosera dice que el Dios judeocristiano es el resultado de la proyección de la figura del padre protector y omnipotente percibida desde el estado de impotencia y desamparo infantil. Hay otras, por supuesto, más pretenciosas y sutiles; la que dice, por ejemplo, que toda posición religiosa pende de la creencia en un Otro no castrado:
— ¿Qué es lo más sustancial de la religión?
— La creencia en un padre todo amor, todopoderoso, en un Amo en definitiva. Pero a renglón seguido aclara: puede ser un dios, una persona, un partido político, pero también una doctrina —sin excluir, por supuesto, al psicoanálisis.
Con mayor o menor rudeza, estas explicaciones encajan bien para esa religiosidad que reduce la verdad y la vida a la misa del domingo, la religión a una moralina conservadora acorde al confort capitalista, y a Jesus a una estampita sentimental, de mirada suave y ojos amables. Pero nada de esto, en rigor, es verdadero cristianismo.
Søren Kierkegaard —de quien Jacques Lacan dijo que era «el más agudo de los interrogadores del alma antes de Freud» — denomina “cristiandad” a esta versión pueril, edulcorada y oficialista del cristianismo. «La cristiandad —dice— posee solamente una imagen fantástica de Cristo, una fantástica figura de Dios, que corresponde inmediatamente al hecho del milagro. Pero esto es falsedad, así no se ha manifestado Cristo nunca...En la situación de contemporaneidad [con Cristo] estás plantado entre ese algo inexplicable (sin que de esto se siga inmediatamente que se trata de un milagro) y un hombre individuo, que aparece como los demás—y es este hombre el que realiza lo inexplicable».
Según Kierkegaard la cristiandad es la total negación del cristianismo, porque su relación con Dios se establece si y sólo si ya se sabe de antemano el resultado de lo que en realidad jamás puede saberse de antemano: que Jesús es Cristo y, por tanto, el Hijo de Dios: «La mayoría de los hombres que ahora viven en la cristiandad tienen la impresión de que si hubieran vivido contemporáneamente con Cristo, lo hubiesen [re]conocido automáticamente a pesar de la incognoscibilidad… En el fondo se fantasea acerca de Cristo… se imagina que Cristo en el fondo había deseado ser conocido directamente como lo extraordinario que era, pero la ceguera contemporánea no supo injustamente comprenderlo.. Por eso cuando se opina que se lo ensalza al decir o pensar: si yo hubiera vivido contemporáneamente con El lo hubiese [re]conocido automáticamente: lo que se hace es ultrajarle, y como éste es ultraje de Cristo, resulta que es blasfemia».
Por «creer» se puede entender lo que dice el diccionario, es decir, “aceptar o tener por cierto algo no demostrado”, pero eso no es lo que cristianamente se entiende por creencia; eso, propiamente, es lo que se llama una opinión. Entendido así, el cristianismo se transforma en una cosmovisión o en una representación del mundo, y como tal, se puede enseñar directamente tal como se enseña la tabla del nueve. Y parece que actualmente no cabe ninguna otra posibilidad, porque «Nuestro tiempo no conoce propiamente otra forma de comunicación que esa perezosa del adoctrinamiento» . Pero es demasiado obvio que este «creer cuando se ha recibido una comunicación directa [de que Jesús es el Hijo de Dios] es demasiado directo» . Tomado en este sentido hasta la secta de los Raelianos son devotísimos creyentes, y la creencia y la fe se convierten en algo «fácil y superficial» .
Pero «El verdadero Dios no puede ser conocido directamente» , puesto que «la cognoscibilidad directa es precisamente la característica del ídolo» . «Si la majestad [divinidad] se hubiera dejado ver inmediatamente [directamente], de suerte que todo el mundo, sin más, lo pudiera haber visto, entonces es una falsedad total que Cristo se humillase y tomase una figura de siervo; entonces es una superficialidad el que advierta contra el escándalo, pues ¿quién sobre la faz de la tierra se escandalizaría de la majestad revestida de majestad? Y ¿quién en el mundo entero sería capaz de aclarar por qué a Cristo le fue como le fue, que no se precipitasen todos llenos de admiración para contemplar lo que era inmediatamente patente? No,…inmediatamente no había más que ver fuera de un hombre sencillo, que mediante los milagros y señales y diciéndose Dios destacaba continuamente la posibilidad del escándalo» .
Llegar a ser cristiano, dice Kierkegaard, es la tarea más difícil. En ese camino hay que enfrentarse con un poderoso guardián: el escándalo. La posibilidad del escándalo esencial es que un hombre individuo hable y actúe como si fuera Dios, que diga de sí mismo ser Dios, y que a la vez se manifieste siendo un hombre insignificante, pobre, sufriente y, por último, impotente. La figura insignificante del siervo, entonces, no tiene nada de romática, por el contrario, es la esencia misma del Hijo de Dios: «La posibilidad del escándalo es la encrucijada…o se parte hacia el escándalo o hacia la fe; pero jamás se llega a la fe sin pasar por la posibilidad del escándalo» .
No es, entonces, que por el milagro quede patente (o demostrado) que Jesús es Cristo-Dios; tampoco que Dios-Cristo se haga manifiesto en el milagro. El movimiento para que Dios se manifieste o quede patente no consiste, simplemente, en un movimiendo de su parte, sino en un movimiento del hombre: no es Dios quien debe presentarse directamente en su divinidad para que el hombre acceda a la fe —pues, a decir verdad, entonces eso ya no sería fe; Dios sólo puede hacerse patente al hombre cuando los pensamientos del corazón del hombre queden patentes: o cree o se escandaliza, «pero jamás se llega a la fe sin pasar por la posibilidad del escándalo»: «En la elección se hace el corazón patente (y para eso justamente vino Cristo al mundo, para hacer patentes los pensamientos de los corazones), si un hombre quiere creer o quiere escandalizarse».
Por todo esto es que «La posibilidad del escándalo es insoslayable, tienes que pasar a través de ella, y solamente de una manera puedes ser liberado de ella: creyendo» .
El que Cristo no se presentara de manera inmediata y directa a los hombres, entonces, no es un mero capricho, sino que en ello radica la esencia misma de Dios: es el hombre el que tiene que decidir entre creer o escandalizarse: y esto es lo que para mí significa estar solo ante la verdad.
Si Dios no es esa experiencia viva, actual y real de estar solo ante la verdad; si ese enfrentamiento no es el fundamento mismo de la vida de cada cual y de toda vida; si con temor y temblor en cada decisión y en cada palabra no está en juego la verdad y la vida, entonces Dios no es más que una ilusión o un cuentito infantil, o una experiencia subjetiva inefable puramente vivencial, luminosa pero irremediablemente “interior” que no tiene alcance más allá de la persona que la atesora.
DE LACAN Y EL PSICOANALISIS.
Yo propuse que el 2º evento público de la Biblioteca Kierkegaard que hicimos el 5 de septiembre del 2003 se centrara en la figura del Otro, interrogando el sentido de esta instancia tal como la plantea Soren Kierkegaard por su lado (en Las Obras del Amor, tomo I) y Jacques Lacan por el suyo. Lo propuse porque además de que la relación con el Otro es decisiva en la vida de cualquiera, en la mía en especial se manifiesta con un cierto apremio dado que, por mi carácter de psicoanalista, bajo la invocación del Otro se hace presente la interrogación sobre el contacto que hay entre el psicoanálisis y el cristianismo.
En muchas ocasiones he manifestado que no soy cristiano, sin embargo eso no ha sido ni es obstáculo para que pueda y deba enfrentar la experiencia de “estar solo ante la verdad”. En mi caso, la posibilidad de alcanzar esa experiencia debo agradecérsela al psicoanálisis y no al cristianismo —o al menos no al cristianismo “oficial”. Pero esto no me lleva a considerar la praxis analítica como la primera o la única o la mejor vía para alcanzar tal enfrentamiento, por el contrario, me abre y hasta me obliga a acercarme a todos los caminos que conducen a lo mismo, puesto que tratándose de algo tan decisivo, de por sí rechaza y vuelve estúpida cualquier pretensión de exclusividad.
Ante un primer vistazo, más que de abrir se trata, creo yo, de reabrir un diálogo ya comenzado y establecido entre el psicoanálisis y el cristianismo. Pero si lo vemos bajo una mirada más atenta, de lo que se trata en realidad es de poner de manifiesto un contacto real entre ambos. Por supuesto, a nadie quiero ni puedo negar el derecho de creer que tan estrecho contacto no es más que un berretín de mi parte, más aun cuando la mayoría de los psicoanalistas (y tal vez también de los cristianos) lo desconozca o directamente lo niege. Digo esto para dejar en claro que no se me escapa que el contacto y, hasta cierto punto, la identidad de praxis que yo sostengo que existe entre ambas tradiciones es un asunto extremadamente delicado tanto para unos como para otros.
Para empezar a introducirme en el tema, y a mostrar, aunque sea mínimamente, que por lo menos que el tema no es un invento mío, voy a citar algunos párrafos de Lacan pronunciados en una conferencia en Viena el 7 de noviembre de 1955:
“El sentido de lo que dijo Freud puede comunicarse a cualquiera porque, incluso dirigido a todos, cada uno se interesará en él, bastará una palabra para hacerlo sentir: el descubrimiento de Freud pone en tela de juicio la verdad, y no hay nadie a quien la verdad no le incumba personalmente.
Confesarán ustedes que es una idea bastante extraña la de espetarles esta palabra que suele considerarse casi de mala fama, proscrita de las buenas compañías. Pregunto sin embargo si no está inscrita en el corazón mismo de la práctica analítica, ya que ésta vuelve a ser constantemente el descubrimiento del poder de la verdad en nosotros y hasta en nuestra carne.
¿Por qué, en efecto, sería el inconsciente más digno de ser reconocido que las defensas que se oponen a él en el sujeto con un éxito, además, que las hace aparecer no menos reales? No reanudo aquí el comercio de la pacotilla nietzscheana de la mentira de la vida, ni me maravillo de que se crea creer, ni acepto que baste tener buena voluntad para querer. Pero pregunto de dónde proviene esa paz que se establece al reconocer la tendencia inconsciente, si no es más verdadera que lo que la constreñía en el conflicto.”
“Si Freud no ha aportado otra cosa al conocimiento del hombre sino esa verdad de que hay algo verdadero, no hay descubrimiento freudiano. Freud se sitúa entonces en el linaje de los moralistas…Baltasar Gracián, La Rochefoucauld…Nietzsche… Ultimo en llegar entre ellos y como ellos estimulado sin duda por una preocupación propiamente cristiana de la autenticidad del movimiento del alma, Freud supo precipitar toda una casuística…”
“Una verdad, si hay que decirlo, no es fácil de reconocer después de que ha sido recibida una vez. No es que no haya verdades establecidas, pero se confunden entonces tan fácilmente con la realidad que las rodea, que para distinguirlas de ella durante mucho tiempo no se encontró otro artificio sino el de marcarlas con el signo del espíritu, y para rendirles homenaje, considerarlas llegadas de otro mundo. No basta con atribuir a una especie de enceguecimiento del hombre el hecho de que la verdad no sea nunca para él tan hermosa muchacha como en el momento en que la luz elevada por su brazo en el emblema proverbial la sorprende desnunda. Y hay que hacerse un poco el tonto para fingir no saber nada de lo que sucede después. Pero la estupidez sigue siendo de una franqueza taurina al preguntarse dónde podría pues buscársela antes, ya que el emblema ayuda poco a indicar el pozo, lugar mal visto e incluso maloliente, más bien que el estuche en que toda forma preciosa debe conservarse intacta”. Seguramente la inmensa mayoría de los psicoanalistas afirmen que su práctica no tiene nada que ver con el cristianismo, sin embargo todos ellos estarán de acuerdo en definir su praxis como una cura por la palabra, como también que la mentira enferma y la verdad sana, y que «si se elimina radicalmento la dimensión de la verdad, toda interpretación no es más que sugestión».
El «Otro» ha sido introducido en el psicoanálisis por Jacques Lacan. Desde el mismo instante de su introducción (en 1953, en el llamado «Discurso de Roma») hasta el final de su obra, Lacan siempre ha invocado al Otro como el lugar de la palabra y de la verdad.
«El análisis debe apuntar al paso de una verdadera palabra, que reúna al sujeto con otro sujeto, del otro lado del muro del lenguaje. Es la relación última del sujeto con un Otro verdadero, con el Otro que da la respuesta que no se espera, que define el punto terminal del análisis». «La heteronomía radical cuya hiancia en el hombre mostró el descubrimiento de Freud no puede ya recubrirse sin hacer de todo lo que se utilice para ese fin una deshonestidad radical.
¿Cuál es pues ese otro con el cual estoy más ligado que conmigo mismo, puesto que en el seno más asentido de mi identidad conmigo mismo es él quien me agita?
Su presencia no puede ser comprendida sino en un grado segundo de la otredad, que lo sitúa ya a él mismo en posición de mediación con relación a mi propio desdoblamiento con respecto a mí mismo, así como respecto a un semejante.
Si dije que el inconsciente es el discurso del Otro, con O mayúscula, es para indicar el más allá donde se anuda el reconocimiento del deseo con el deseo del reconocimiento.
Dicho de otra manera, ese otro es el Otro que invoca incluso mi mentira como fiador de la verdad en la cual él subsiste.
En lo cual se observa que es con la aparición del lenguaje como emerge la dimensión de la verdad».
Ante estas afirmaciones, ¿cómo no preguntarse por el contacto que mantienen, por ejemplo, con el Prólogo del Evangelio de Juan que dice: «Al principio era la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios…», o con las palabras del Jesus en el mismo evangelio «Yo soy la verdad, el camino y la vida»? Es más que habitual que Lacan se refiera a la Palabra y a la Verdad así, con mayúsculas: ¿está hablando de lo mismo de lo que habla Juan o se trata, aunque las palabras sean las mismas, de otra cosa? Ciertamente Lacan no habla de Dios, pero ¿acaso no resuenan milenios innombrables en su evocación al Otro, a la Palabra y a la Verdad? ¿O acaso es inevitable utilizar la palabra Dios para referirse a eso?
«¿Pero qué es eso desconocido —pregunta Kierkegaard— con lo que choca la razón en su pasión paradójica y que turba incluso el autoconocimiento del hombre? Es lo desconocido. No es algo humano, puesto que [a lo humano] lo conoce, ni tampoco otra cosa que conozca. Llamemos a eso desconocido Dios. Esto que le damos es sólo un nombre».
Se ha dicho que los nombres de Dios son infinitos. No es improbable que Lacan haya tomado el nombre “el Otro” de Kierkegaard —en la época que lo introduce hay más que suficientes referencias al dinamarqués. Sobre el antecedente del Otro, sin embargo, Lacan nos remite 25 siglos atrás, esapecificamente al Parménides de Platón, donde se habla de «los Otros» como de la Diferencia radical. Pero esto, más que tranquilizarme, me apremia todavía más: ¿se tratará también en este caso, me pregunto, del mismo Otro del que nos preguntamos ahora? ¿Por qué no? ¿Por qué sí?
Llegado a este punto las cosas deben tomar su cauce decisivo: si a todas estas preguntas tan sólo las tomáramos como disparadoras para la elaboración de un “paper” o de cualquier otra cosa por el estilo, tal vez podríamos llegar a considerarlas interesantes, pero ello sería una traición a la esencia misma del asunto. No me interesa preguntar ni llegar a establecer en qué medida y magnitud se relacionan el psicoanálisis y el cristianismo teóricamente, sino que lo que me interesa es tratar de pensar y enfrentar algo insoslayable: ¿la Verdad en el psicoanálisis es la misma que en el cristianismo? ¿El Otro lacaniano, como lugar y garantía de la Verdad, tiene algo que ver con el Dios cristiano?
Hace falta reafirmar, creo yo, LA PERTINENCIA DE DIOS PARA LOS NO CREYENTES, teniendo muy en cuenta las dos caras de esta afirmación: por un lado, de que nadie tiene ni puede tener el monopolio de la relación con la Verdad en tanto que es un don dado a todos y cada uno; y por otro lado, en el sentido de que ésta es una tarea de todos y cada uno ante la que nadie puede excusarse ni mantenerse ajeno o neutral. Por lo tanto, si el psicoanálisis dice sostenerse en y desde la Verdad, debe hacerse cargo de su tarea de manera plena, y por lo tanto, disponerse a la pregunta: ¿el psicoanálisis es estricta y exclusivamente un método de cura para enfermos mentales o desborda este campo hacia una auténtica práxis de la verdad?
Es conocida la ramplona explicación psicoanalítica sobre el Dios judeocristiano: dice que es el resultado de la proyección de la figura del padre protector y omnipotente percibida desde el estado de impotencia y desamparo infantil. Por mi parte creo que esto ni siquiera llega a ser una explicación; en todo caso es la contracara de aquella visión religiosa que nos presenta a Dios como un viejito de barba muy bueno. Por supuesto que dentro del psicoanálisis hay objeciones a la figura del Dios judeocristiano mucho más fundadas, pero así y todo a mi no me resultan convincentes: la religión, a mi entender, sigue siendo un asunto pendiente en el psicoanálisis.
Detengámos aquí y echemos un vistazo hacia el otro costado: ¿cuál es la actitud profunda de un religioso o de un creyente ante estas preguntas: le parecen un sacrilegio insultante o le resultan pertinentes en la búsqueda de la verdad? ¿Estas preguntas sólo pueden ser pertinentes para mí, en tanto psicoanalista y estudioso de Kierkegaard, o también deben serlo para los cristianos, en la medida en que, como saben, los caminos del Señor son inescrutables? ¿O es que sólo por dentro de las tradiciones e instituciones cristianas puede manifestarse y haber contacto con la Verdad?
FINAL
Yo me identifico con la posición de la Resignación Infinita que Kierkegaard, bajo el seudónimo Johanes de Silentio, desarrolla en su libro Temor y Temblor. Como lo desarrollé en el seminario del año 2001, la resignación infinita comienza con la afirmación: ¡Todo está perdido!
Recapitulando: como posición inmediatamente anterior a la resignación infinita podemos pensar a la resignación “trágica”, la que llega a su consumación diciendo: “Debo aceptar que todo está perdido”. La resignación “trágica” no consiste más que en acatar la realidad de un hecho irremediable o la imposibilidad de que ocurra aquello tan anhelado; mientras que la resignación infinita, por el contrario, es una disposición activa a perderlo todo como condición ineludible para dejar atrás las ilusiones y falsas esperanzas, y poder así acceder a la afirmación ¡Sólo quien empuña el cuchillo salva a Isaac! La Resiganción Infinita, entonces, lejos de ser el movimiento de resignación ante a una pérdida inevitable, es el movimiento necesario para alcanzar una ganancia que es inconcebible para la virtud y el bien general. A este movimiento el psicoanálisis lo denomina «castración».
Hace muchos años que estoy absolutamente seguro de que los hombres no podemos remediar este mundo, y que ningún afán humano podrá salvar el abismo que nos separa de la verdad. Es lo que en la tradición psicoanalítica se indica con la voz alemana Spaltung (escisión). Estoy seguro, además, de que es decisivo que entendamos esto y actuemos en consecuencia, pues de no hacerlo, es decir, de seguir pensando y actuando como si nuestro destino y el del mundo dependiera únicamente de nosotros, lo que seguramente vamos a conseguir es el progresivo deterioro y degradación general.
Y lo que es decisivo: realmente resulta asombroso que no estemos peor, pero si no lo estamos no es por nuestra capacidad de acercarnos a la verdad, sino exactamente al revés, es porque la verdad se nos acerca tanto hasta casi llegar a cercarnos, incluso si por su acercamiento llegamos a sufrir. Es decir, incluso si nuestra traición a nosotros mismos se perpetúa y hagamos síntoma, es decir, enfermemos. Así, entonces, es indudable que «eso» nos cuida, protege y ampara: eso es invencible e insiste en ser reconocido. Una vez puesto “solo ante la verdad”, uno se da cuenta de que eso estuvo ahí desde siempre, que desde siempre eso nos estuvo esperando, que uno no es ni el primero ni el último en enfrentarlo, y que eso seguirá estando ahí, esperando a todos y cada uno mientras el mundo sea mundo.
No estoy repitiendo con esto la conocida cantinela de que en el fondo los hombres somos seres irremediablemente malvados; lejos de eso, soy el primero en reconocer y exaltar la capacidad humana también para el buen obrar; lo que digo simplemente es que ni aún así llegaríamos a buen puerto si no fuera porque la verdad es más fuerte que nosotros y toda nuestra maldad, y que no sólo ella no depende de nosotros sino que somos nosotros los que pendemos de ella.
Todo esto, digo yo, es Resignación Infinita. No es fe —según Kierkegaard hace decir a Johannes de Silentio—, sino un movimiento plenamente alcanzable por medios puramente humanos. A pesar del nombre, sin embargo, no es una posición triste y desesperanzada que se queja del mundo por ser como es sino que, todo lo contrario, es una afirmación alegre y bien dispuesta ante el mundo tal como es, sin necesitar de ningún relato tranquilizador ni de vanas promesas de un final feliz.
Por todo esto es que yo resumo la disposición final y definitiva de la Resignación Infinita en dos fórmulas.
La primera es: Esperar contra toda esperanza, es decir, ¡todo está perdido!, ¡tal como somos los hombres es imposible que las cosas en el mundo vayan para mejor!.., pero así y todo, lo más sensato y sano es seguir esperando lo mejor; y no sólo eso, sino que estoy seguro de que lo mejor va a venir, puesto si ya no llegó lo peor (y a mí se me sigue presentando que lo más sensato y sano es esperar lo mejor), es seguro entonces que a la corta o a la larga a todos les va a pasar y llegar lo mismo!
La segunda es: Quien quiera salvar la vida la perderá, y quien la pierda por amor la ganará. Estoy convencido de que estas cosas son compartidas tanto por el cristianismo proclamado por Kierkegaard como por el psicoanálisis.