Si hay escritores cuya vida y obra son realmente inseparables, uno de ellos es, sin ninguna duda, Søren Kierkegaard, nacido en Copenhague el 5 de mayo de 1813. Su padre, Mikael, fue un hombre severo y melancólico que creía que una maldición divina pesaba sobre su familia porque él mismo, en el colmo de la desesperación y en condiciones extremas de pobreza, un día, se había subido a una roca y alzando los brazos al cielo había maldecido a Dios. Sin embargo, después de un tiempo, hizo fortuna con el negocio del lino y hasta llegó a exportarlo a algunos países de Oriente. En 1794 se casó y enviudó dos años después sin haber tenido hijos. Un año más tarde, se casó con su criada y amante Anne Sørensdatter Lund, quien dio a luz al primero de ellos, Peter, cinco meses después de la boda. El conocimiento del secreto de esa maldición fue para Søren, en su primera juventud, la revelación de un “gran terremoto” que haría desaparecer a toda su familia, la “familia enigmática”, como él la llamaba, y la sucesión de muertes que golpeó tempranamente el hogar de los Kierkegaard le dejó una impresión que marcó toda su vida, pues cinco de sus hermanos murieron cuando niños o muy jóvenes:
1817: Søren Mikael a los 12 años
1822: Maren Christine a los 14
1832: Nicholine Christine a los 33, mientras daba a luz a su bebé
1833: Niels Andreas a los 24
1834: En julio, su madre a los 66
En diciembre, Petrea Severine, a los 27, la más brillante de sus hermanas, casada con un distinguido banquero y consejero de Justicia, también durante el parto de su hijo que luego fue un conocido historiador y filólogo, Peter Severin Lund.
Es decir, que Mikael Pedersen Kierkegaard, en un plazo de dos años, perdió a su esposa y a tres de sus hijos.
Mikael, además de su habilidad en los negocios, tenía una gran inteligencia y dotes espirituales que lo llevaron a tener relaciones muy estrechas con el Obispo de Copenhague, Mynster, y otras personalidades del mundo cultural, a quienes reunía en su casa. De manera que gozaba de gran prestigio en la capital danesa. Educó a sus hijos en un cristianismo exagerado y rígido que condujo a Sören a vivir una vida de “puro espíritu”, desde muy chiquito.Cuando su hijo Sören se enteró del secreto guardado tan celosamente llegó a la conclusión de que la avanzada edad del padre y ese prestigio no eran en realidad una bendición sino una maldición, pues Mikael creía que el castigo de sus pecados (la maldición a Dios y su incontinencia, pues Anne era su amante en vida de su primera esposa) era ver cómo todos sus hijos le precedían en la muerte. El propio Kierkegaard pensaba que no superaría los 33 años. De ahí que Kiergaard haya titulado “Papeles de un sobreviviente” su primer escrito sobre Andersen, publicado en 1838, cuando tenía sólo 25 años. Y por eso quedó profundamente sorprendido cuando cumplió los 34 años.
La educación que recibió fue tan estricta que de niño ya sentía la responsobilidad y la conciencia moral de un adulto. Por eso, en su primera juventud, tuvo una especie de rebeldía contra el rigor de su padre y se llamó a sí mismo “el hijo pródigo”, pues utilizó el dinero de su padre en salidas con sus amigos, fiestas, ropa extravagante, tabaco, café, pero sobre todo en libros. La relación con su padre se volvió tan tensa que decidió irse de la casa paterna. Su padre se comprometió a darle una mensualidad que le permitió vivir holgadamente. En 1830 se inscribió en la universidad de Copenhague para estudiar teología, pero la melancolía heredada de su padre, su rebeldía y una serie de crisis espirituales demoraron la terminación de su carrera, lo que le valió el descontento de su padre que quería verlo teólogo. En 1838, sin embargo, después de haberse producido el “gran terremoto”, que tuvo el poder de cambiar su visión de las cosas, pudo reconciliarse con su padre e hizo todo lo que estuvo en sus manos para devolverle la esperanza. En esta tarea pudo encontrar el propio Kierkegaard encontró una capacidad de alegría que había dado por perdida. Él no olvidaba que su padre, conocedor profundo del alma de su hijo le había dicho una vez mirándolo a los ojos: “Trata de amar de verdad a Jesucristo”. Fue sólo en 1840, dos años después de la muerte del padre y en homenaje a él, la persona que, según sus palabras, tuvo mayor influencia en su vida, que obtuvo el título de Magister Artium con su tesis “El concepto de ironía con constante referencia a Sócrates”. También asistió en Berlín, ciudad que visitó solamente dos veces, a las lecciones de filosofía que dictaba Schelling.
Kierkegaard era muy conocido en Copenhague. Le gustaba pasear por las calles y conversar con la gente humilde y con los niños; pero también podía moverse sin dificultad entre la alta sociedad, asistir al teatro y a las fiestas e incluso visitó varias veces al rey Christian VIII, quien admiraba su obra.
En 1837, conoció a Regina Olsen, diez años menor que él. Se comprometió con ella en 1840 y se separó repentinamente al año siguiente. La relación y ruptura con Regina fue el drama más profundo y delicado que junto al de su padre, determinó su relación con Dios. Interpretó el papel de un hombre sin palabra para protegerla del deshonor que significaba en esos tiempos un compromiso deshecho por el prometido, aunque Regina nunca llegó a creer en el engaño. Las razones que tuvo para abandonarla quedaron en secreto y ninguna de las explicaciones que han dado los estudiosos del tema son hasta ahora satisfactorias. Su posterior intento de acercamiento a ella y a su marido Schlegel fracasó, pero nunca dejó de profesarle un profundo amor y de buscar una especie de matrimonio espiritual, aunque el enigma de su “aguijón en la carne” le hubiera impedido casarse con ella. Con ese aguijón se han relacionado su melancolía y su imposibilidad para ser un esposo, entre otras hipótesis. En un pasaje de su “Diario” de 1848 anotó: “Soy, en el sentido más profundo de esta palabra, un ser desdichado. Un ser siempre sometido, desde su primera juventud, a un sufrimiento que roza los límites de la locura y que debe de proceder de una cierta desavenencia entre mi alma y mi cuerpo... He hablado de ello a mi médico y le he preguntado si pensaba que esta anomalía podía ser curada de modo que yo pudiera realizar lo común. Emitió sus dudas. Entonces le he preguntado si no creía que el espíritu podía, mediante la voluntad, cambiar o mejorar algo en esta radical desavenencia. También aquí pareció dudar. Ni siquiera me aconsejó emplear toda la fuerza de mi voluntad, la cual puede –como él sabía muy bien- hacerlo todo pedazos. Desde este momento mi elección estaba hecha. He aceptado esta triste anomalía y estos sufrimientos (que habrían empujado al suicidio a la mayor parte de los hombres capaces de concebir toda la tortura de esta miseria) como una astilla metida en mi carne, como mi límite, como mi cruz, como el inmenso precio de rescate al cual Dios me ha vendido una fuerza espiritual que no tiene apenas igual entre mis contemporáneos.” “En lo que a mí toca, desde muy joven me ha sido clavada una astilla en la carne. Si no hubiera sido por esto, hace tiempo que viviría la vida de todo el mundo.” Sin embargo, nunca aclaró realmente a qué se refería ese aguijón, esa astilla (melancolía, epilepsia leve, posiblemente, según Fabro, etc.)
Lo cierto es que a la hora de elegir, decidió por no realizar lo común: “Semejante unión me hará desgraciado.... Si pudiera, si debiera soportarlo, perfectamente; pero, para ella, ¿cuál será su felicidad?, ¿a qué correr tantos riesgos?, ¿estoy acaso obligado a ponerlo todo en juego por una quimera? Si al menos me pudiera garantizar su dicha; pero vivir en la ilusión, ¿es esto ser feliz?” (“Culpable, no culpable?” encabezada con las palabras “Yo hubiera perecido, si no hubiera perecido”). Hay que señalar que uno de los aforismos latinos muy citados por Kierkegaard es “Mundus vult decipi” (“El mundo quiere ser engañado”) y toda su vida fue una lucha encarnizada contra la ilusión y el engaño.
Cuando publicaba sus libros, indefectiblemente hacía dos copias en un papel especial, una para él y otra para Regina.
Los que fueron escritos con el uso de pseudónimos, y algunos dedicados indirectamente a Regina, son: Aut-Aut (Víctor Eremita), 1843; Temor y Temblor (Johannes de Silentio), 1843; La Repetición (Constantin Constantius), 1843; El Concepto de la Angustia (Vigilius Haufniensis), 1844; Los Prefacios (Nicolaus Notabene), 1844; Las Migajas Filosóficas (Johannes Climacus), 1844; Los Estadios en el Camino de la Vida (Hilarius Bogbinder, Willian Afham, El Asesor, Frater Taciturnus), 1845; El Post-Scriptum Definitivo a Las Migajas Filosóficas (Johannes Climacus), 1846; un artículo en la revista “Faedrelandet”, Nº 1168, 1843 (Víctor Eremita); dos artículos en “Faedrelandet”, enero 1846 (Frater Taciturnus).
Para comprender esta pseudonimia hay que tener en cuenta dos aspectos: uno, es el sentido de la palabra “estética”, que aquí está referida a la búsqueda de todo lo que proporcione placer, lo que sea interesante o lo que salve del aburrimiento. El esteta es la persona para la cual son decisivas la felicidad, la liberación del aburrimiento y la diversión. El otro aspecto es la ironía, sobre la cual escribió estas palabras que la definen muy bien en su obra titulada Mi punto de vista: “... desde el punto de vista de toda mi actividad como autor, concebida íntegramente, la obra estética es un engaño, y en eso estriba la más profunda significación del uso de pseudónimos. Un engaño, sin embargo, es una cosa muy fea. A esto yo podría responder: Es preciso no dejarse engañar por la palabra. Se puede engañar a una persona por amor a la verdad y (recordando al viejo Sócrates) se puede engañar a una persona en la verdad. Realmente sólo por este medio, es decir, engañándolo, es posible llevar a la verdad a uno que se halle en la ilusión.” La manera de descubrir la desesperación que el hombre se oculta a sí mismo, se hace a través de la presentación irónica de lo estético.
En el mismo año en que comenzaron contra él los virulentos ataques de la revista “El Corsario” y sus caricaturas satíricas, decidió abandonar la pseudonimia y aclarar que el conjunto de esa obra no representa su propio pensamiento. Así lo expresó en el final del Post-Scriptum: “... no hay en los libros pseudónimos ni siquiera una sola palabra que sea mía...... Del mismo modo que yo no soy, en Aut-Aut, el seductor más bien que el asesor, así no soy el editor Víctor Eremita, precisamente del mismo modo; él es un pensador subjetivo poético-real, como se lo vuelve a encontrar en In vino veritas. En Temor y temblor yo no soy Johannes de Silentio como no soy el caballero de la fe que él presenta, y del mismo modo no soy el autor del prefacio del libro, la cual es la réplica de la individualidad de un pensador subjetivo poético-real.”
Sin embargo, a partir de 1848 escribió otras dos obras maestras, que son La enfermedad mortal y Ejercitación del cristianismo, con el seudónimo de Anti-Climacus, que deben incluirse también entre las obras pseudónimas porque éstas sí expresan el pensamiento de un cristiano en grado sumo, del que quizá Kierkegaard no se consideraba digno y por eso no las firmó con su nombre.
Finalmente tenemos toda la serie de los Discursos edificantes, y las notas de su Diario, que fueron firmados con su propio nombre. Lo curioso, lo notable, es que los que piensan que Kierkegaard pasó por tres estadios diferentes: el estético, el ético y el religioso, como un ciclo evolutivo de su vida personal, no reparan en que escribió el primero de sus Discursos edificantes en el mismo año que su primera obra estética y su Diario paralelamente a las demás obras, según su método de comunicación indirecta, por un lado, y de comunicación directa, por el otro. Con lo cual, se puede deducir que nunca dejó de ser, ni siquiera desde el principio, como se calificó a sí mismo: alguien que quería llegar a ser cristiano.
En 1846, comienza la polémica abierta contra lo que él llama la cristiandad por oposición al cristianismo, con una serie de artículos contra un diario satírico de mucha divulgación llamado “El Corsario” cuya pobreza literaria, al decir de Régis Jolivet (en Introducción a Kierkegaard), corría pareja con su bajeza moral. Si bien Kierkegaard dio un golpe mortal al diario, que no pudo ya recuperarse, lo hizo a su propia costa, pues “El Corsario” se vengó con una serie de caricaturas y artículos que lo expusieron al ridículo y la burla, a tal punto que Kierkegaard llegó a escribir que si Cristo hubiese vivido en su tiempo, habría apuntado no contra los sumos sacerdotes sino contra los periodistas.
Pero su ruptura definitiva con la Iglesia establecida tuvo que ver con el obispo Mynster, por quien había sentido enorme respeto desde que era niño. En diferentes y muchas ocasiones trató de ser comprendido, al menos por Mynster, sin contar los intentos que hizo para que Mynster no abdicara de la enorme responsabilidad que había asumido como pastor, y muy respetado, por otra parte, de los daneses. No obtuvo más que respuestas hirientes o injustas. De todos modos, por respeto a su padre, que apreciaba tanto al obispo, nunca se manifestó públicamente en su contra. Sólo a la muerte de Mynster, se desencadenó toda la actividad polémica de Kierkegaard, ya que su sucesor, el teólogo hegeliano Martensen había proclamado a Mynster un “testigo de la verdad”. El elogio de Martensen lo enfureció, porque para Kierkegaard no podía ser considerado un testigo de la verdad, sino alguien que había reconciliado el cristianismo con el mundo para adulterarlo y acomodarlo, alguien que “con su predicación ha clavado al cristianismo en una ilusión”. A partir de ahí, Kierkegaard pasó directamente a la agitación, a lo que él llamó “el grito de medianoche”, porque en los bailes de disfraces era costumbre sacarse las máscaras a medianoche. Se dice que los panfletos que él mismo repartía entre los estudiantes y los escritos de “El Instante” y el “Ultimátum a la Cristiandad” provocaron tal conmoción que inclusive se quería pedir el arresto de Kierkegaard.
En el verano de 1855, Fritz Schlegel fue nombrado gobernador de las Antillas danesas y Regina se embarcó con su marido hacia América. Significativamente, en octubre de ese mismo año, cayó sin sentido en la calle, exhausto por su intensa actividad de escritor, sus tumultuosos sentimientos y su esfuerzo final, llegó a la extrema tensión de sus fuerzas, y debió ser conducido al Frederiks-Hospital, donde murió el 11 de noviembre de 1855. Durante su internación en el hospital, sólo aceptó la compañía de su amigo el pastor Emil Boesen. No había querido admitir en su presencia a ninguna otra persona, ni siquiera a su hermano Pedro, porque en privado lo apoyaba, pero en público lo desmentía. Días antes de morir, Boesen le preguntó si tenía algo especial para decirle. Él dijo: “No, saluda de mi parte a todos los hombres. Los he amado mucho y diles que mi vida ha sido un gran sufrimiento, desconocido para los demás e incomprensible. Todo tenía apariencia de orgullo y vanidad, pero no era verdad.” Fue sepultado en el cementerio de Copenhague y en su lápida mandó grabar una estrofa del poeta Brorson que aún se puede leer allí y que dice:
Un poco más de tiempo
y habré vencido.
La lucha toda
de pronto se habrá desvanecido.
Entonces podré descansar
en sala de rosas
e incesantemente
hablar con mi Jesús.