Marta TREVIÑO LEYVA: "EL HOMBRE INTERIOR EN EL PENSAMIENTO DE SAN AGUSTÍN Y KIERKEGAARD"
EL HOMBRE INTERIOR EN EL PENSAMIENTO DE SAN AGUSTÍN Y KIERKEGAARD

Dentro del análisis antropológico de la esencia del hombre, que conlleva sus preocupaciones, preguntas fundamentales, y aspiraciones, se encuentra también el problema de la interioridad del individuo. Varias teorías filosóficas, entre ellas las que estudiaremos, tienen como punto importante la introspección que el hombre sea capaz de realizar no sólo como desarrollo personal, sino como implicadoras de un crecimiento en la categoría humana que impacta e incluye a todos los hombres.
En el estudio que abordaremos, tocaremos los temas trascendentales del pensamiento interiorizador de los filósofos “existencialistas” –o individualistas- san Agustín y Sören Kierkegaard. A pesar de la concordancia entre ambos de más de una tesis, como la fe, el pecado, etc., nos abocaremos a estudiar el fenómeno interno del hombre mediante las figuras que más la representan en cada uno de ellos.
En el caso del primero, la interioridad se presenta con la idea de la participación de Dios en el alma del hombre como constituyente de la Verdad, y la necesidad de mirar hacia dentro para seguir el camino que lleve a la comunión con Él; y la angustia como origen y batalla interna en Kierkegaard, que, con auxilio de la fe, faciliten también el camino hacia el Absoluto.

San Agustín y la interioridad divina del hombre
San Agustín de Hipona, al igual que Sören Kierkegaard, representa un filósofo que extrae el significado de su doctrina de su propia experiencia. Ambos, al ser marcados por sucesos trascendentales en su vida, retornaron a una visión interna del hombre para buscar en ella la trascendencia y comunión con el Dios, el Absoluto.
Así, san Agustín, deja una vida de pecado para unirse al fervor religioso, y lo hace mediante la visualización interior de su condición humana. El santo de Hipona retrotrae su conciencia hacia sus adentros, para identificar que es en él mismo donde se localiza la salvación. Su unión al maniqueísmo es factor importante en la conformación de su filosofía, principalmente en la concepción del mal.
El primer punto de concordancia entre los filósofos se presenta en el existencialismo temprano que se aprecia en san Agustín, y que se institucionaliza más tarde con Kierkegaard, pues tiene vestigios importantes a lo largo de su filosofía, incluso en concepciones mínimas como es en la percepción del tiempo como parte del alma del individuo; la misma concepción del alma como personificación absoluta –parte fundamental del pensamiento cristiano- y su relación con el presente, el pasado y el futuro; también muestra la responsabilidad humana que le es concedida mediante el libre arbitrio, lo que lo hace titular de sus decisiones en este mundo.
El tema central de la filosofía de san Agustín es el alma y Dios. Conocer lo subjetivo de la personalidad propia y a partir de ese conocimiento llegar a Dios. Estos temas son vitales para el entendimiento del hombre, en la cual forman parte fundamental la relación entre los conceptos de alma, Dios, la fe, la razón y verdad interiores, así como el conocimiento.
Para san Agustín, ya que el mundo, y todas las cosas que en él se contienen, son creación divina, y siendo Dios infinitamente bueno y bondadoso, todo lo creado tiene las mismas características. En específico, el hombre cuenta además con un alma de la que Dios es partícipe, pues la misma contiene la verdad, que se encuentra, a la vez, en Él; así, Dios no sólo otorga el alma individual al hombre mediante la creación, sino que permanece en su interior. “Formó pues, Dios al hombre, como dicen las escrituras, recto y por consiguiente de buena voluntad… La decisión de la voluntad es, pues, verdaderamente libre cuando no sirve a los vicios y pecados.”
El hombre tiene, entonces, una esencia interior eminentemente divina, derivada de la separación agustiniana entre alma y cuerpo. La presencia de Dios en el interior del hombre se refuerza, además, con el libre arbitrio, regalo del Creador hacia el hombre para que vuelva a Él y se comporte según Su Palabra.
Observamos aquí un punto de “distanciamiento concordante” con el pensamiento de Kierkegaard; para el danés, el hombre en efecto debe encontrar el camino hacia Dios en su interioridad, pero esto no se hace a través de un don que le haya sido entregado, sino que el ejercicio interior está en dominar la angustia que de esa misma forma le brota, auxiliado por la fe.
Este volver a Dios que se busca con la esencia libre del hombre, con la reflexión y convicción interior que su presencia le produce, se ve atacada con la figura del mal. En san Agustín, el mal no existe, como en el maniqueísmo, en la forma de un polo opuesto de Dios, sino que se presenta cuando el hombre, utilizando su libre arbitrio, se aleja del Ser, de lo creado por Dios, y que por tanto comparte su esencia eternamente buena. De esta forma, el hombre actúa contra sí mismo y su interioridad al alejarse de los designios que Dios -a pesar de otorgarle la voluntad propia del libre albedrío- tiene guardados para él.
Por otra parte, en san Agustín se muestra la búsqueda de la verdad como proceso necesario de la interioridad del hombre: “no salgas de ti mismo; vuelve en ti. En el interior de ti mismo está la verdad”. Teniendo el santo de Hipona una formación neoplatónica, la concordancia de la teoría de las ideas con su proceso interior de descubrimiento de la verdad no resulta sorprendente, pero sí salta a la vista al considerar al hombre como un ser integral, el cual puede tener a su favor fenómenos como el del libre albedrío, que lo concientizan de su esencia humana incluso para generar conocimiento.
Dios se muestra como parte fundamental e imprescindible del hombre; el individuo debe estar en armonía consigo mismo, en comunión con su interioridad, para estar así en contacto con Dios y poder aspirar a Él. El mismo conocimiento de Dios, Su descubrimiento, se da mediante una introspección concienzuda y comprometida. Así, la concepción íntima del individuo no puede conocerla nadie, sino el mismo Dios.
En san Agustín, la conformación de la teoría antropológica implica una visión hacia su propia interioridad. No realiza avance en sus cavilaciones filosóficas de otra forma; de su experiencia rescata los momentos esenciales que marcan sus pensamientos y difunde así la necesidad generalizada de interiorizar en uno mismo que todos los hombres tienen.

Sören Kierkegaard: la angustia y salvación interior
En la filosofía de Sören Kierkegaard, conceptos como el amor, la angustia, la desesperación, el sufrimiento y la fe tienen una raíz profundamente experiencial. No es nuestra finalidad hacer una reseña biográfica del autor, pues los momentos más dramáticos de su vida son ampliamente conocidos, a la vez que analizados para intentar encontrar en ellos la raíz de su filosofía –lo cual consideramos pertinente, pero no propio de nuestro estudio-; en ellos se destaca la formación y consternación religiosa de la que su padre fue víctima, lo cual introdujo en su pensamiento, desde una edad muy temprana, los conceptos de pecado y angustia; por otro lado, el rompimiento en su relación amorosa con su prometida Regina Olsen que, para algunos, representa la lucha entre la verdadera fidelidad del pensador danés localizada en la conquista del tercer estadio del hombre, y siendo incompatibles entre ellos, la idea del matrimonio, que conllevaba la supeditación de la fe y el amor a Dios al vínculo civil, le impedía poner en práctica su doctrina de forma efectiva.
Introducidos brevemente en el párrafo anterior, podemos decir que en la concepción kierkegaardiana del hombre es indispensable entender sus tres estadios. El hombre es inconcebible como una identidad generalizada y uniforme, pues, al contrario, existen posiciones, escaños, en los cuales se comprende su esencia. Los mismos son inconciliables e incompatibles entre sí, pues las características de uno repelen la esencia del otro.
El primero de ellos, es el hombre seductor. Su prototipo de hombre es el Don Juan y actúa siempre con finalidades fijas en mente, principalmente de carácter estético, pues busca la satisfacción inmediata de las necesidades, propia de la vida momentánea, frugal y fugaz; su propósito se encuentra en satisfacer sus goces. Esta faceta del hombre implica una despersonalización del individuo, pues el seductor busca perderse en el estado de ánimo que le acontezca en ese instante, ya que de lo contrario estaría solo frente al residuo de su propia existencia, el que se aleja del goce y le perturba. Aquí se aprecia uno de los pilares de la teoría antropológica de Kierkegaard y que conducirá a su concepto de fe: la desesperación. Para él, la conciencia de estar desesperado no es supuesto de su existencia en el individuo, y el hecho de que el hombre esteta guste de mudar constantemente, aborrezca la estabilidad y desee vivir en el momento que dura la satisfacción del placer, es clara manifestación de la desesperación de la que es objeto, aun desconociéndolo.
Sólo la conversión radical del hombre esteta puede llevarlo al segundo estadio, representado por el hombre ético, el buen marido. En este nivel, el hombre está sujeto a una disciplina autoinflingida, es consiente de la necesidad de comportarse conforme a las normas –jurídicas o morales- pues tiene una tarea en la vida, y la seguridad de que lo que habrá que hacerse se hará, le da determinado grado de soberanía sobre sí mismo. De tal seguridad carece por completo al del seductor, pues éste vive de lo que le llega del exterior, mientras que el ético se concibe a sí mismo como tarea, objetivo a realizarse.
Por último, el estadio digno de mayor respeto y dignidad para Kierkegaard es el del hombre religioso. En éste se ve la preocupación del filósofo por el abismo existente entre la moral y la fe. Sus análisis se realizan, principalmente a raíz de la historia de Abraham e Isaac. El hombre religioso conquista plenamente su interioridad, aquí la fe religiosa tiene un papel primordial pues se enfoca en captar de forma definitiva a Dios, de donde se desprende la otredad, pues la óptima realización del hombre se encuentra en alcanzar la fe que le permita verse reflejado a sí mismo en Dios.
En Kierkegaard, el hombre está irremediablemente ligado al concepto de la angustia, a la cual no puede sustraerse so pena de caer en su propia ruina, sea por no estar angustiados o por no aprender a angustiarse, pues el dominio de la angustia es el saber supremo.
No se crea que la angustia se genera por la influencia de sucesos exteriores, pues en el pensamiento del danés es necesario que provenga de la interioridad del hombre, que sea él mismo la fuente de la angustia. La angustia y la fe se muestran como la posibilidad de la libertad, como educadoras que permitan la consumición de las limitaciones finitas del hombre, para poder encontrarse en el plano de la posibilidad de infinitud.
Es la angustia un rasgo tan fundamental del hombre que Kierkegaard considera que la única posibilidad de no sentirla es estar ocupando el cuerpo de una bestia, o un ángel, pues esta sensación no lo rehúye en ningún momento, “ni en las diversiones, ni en medio del bullicio, ni en el trabajo, ni durante el día, ni durante la noche.” De esta forma, la angustia inunda el ánimo del hombre y lo encamina hacia el estadio ideal, aquél en el cual la fe debe regir sus cavilaciones.
Los conceptos de angustia y fe se entrelazan al administrar el hombre su posibilidad, quien desarrollará con su auxilio la finitud que le es inherente, anegándolo de angustia hasta que el individuo las venza en la anticipación de la fe.
La angustia no es solamente un perjuicio, sino que es una fuente importante de formación, pues perfila el espíritu del hombre hacia la entereza y la comunión con el absoluto. Incluso, el filósofo sentencia que aquel que se jacte de nunca haber estado angustiado, está carente de espíritu.
La grandeza de Abraham se encuentra en el abandono de la moralidad y la razón, para actuar exclusivamente conforme a los designios divinos, como muestra del amor absoluto que debe tener para Dios, y la confianza de la salvación
Siendo que el actuar del patriarca se encontraría condenado a todas luces por el pensamiento racional de sus semejantes, es fundamental entender la separación de la fe con la razón que Kierkegaard concibe en su pensamiento y coloca el actuar de Abraham más allá del bien y del mal, pues no está siendo juzgado en planos terrenales.
La desvaloración que hace Kierkegaard de la generalidad, de la intención de perder la esencia individual del hombre entre la ovejada humana, de limitar su existencia a la del colectivo, lleva al filósofo a desdeñar el juicio moral contra el que se pueda juzgar la fe. Sabemos que el fundador del existencialismo consideraba como primordial la conciencia, personificación, empoderamiento y valoración del individuo como tal; así, aquel que ha alcanzado el máximo estadio, el religioso, y que por tanto está entregado por completo a la fe, debe valorar sus acciones en esta medida, y no en las que le dicte el colectivo que atenta contra su plena existencia.
Esta renuncia al mundo de lo racional y lo moral, planos en los que el hombre se encuentra acostumbrado a desplazarse, implica un salto al vacío desde fe. El hombre abandona su perspectiva finita, angustiada, insegura, en aras de encontrar la infinitud y seguridad de lo divino. Este es el último salto que debe realizar el hombre que ya se encuentra en el estadio religioso.
Los estadios implican una evolución necesaria hacia la plenitud del individuo que sólo puede realizarse en el más perfecto de ellos: el religioso; donde, además, el hombre debe abrazar la idea de la angustia como inherente a su esencia, y comprender que entre más grande sea el individuo, mayor angustia sufrirá.

Conclusión

Los primeros pasos hacia el existencialismo fueron dados por san Agustín muchos años antes de que se acuñara el concepto. Desde este punto de vista, dicha corriente filosófica representa una visión importantísima del hombre que lo refleja como un ser necesitado de espiritualidad antropológica. No basta con ser hombre en los aspectos llanos del término, es decir “haciendo las cosas que le son inherentes al hombre” como razonar, laborar, generar interacciones sociales, sino que le es necesario conocer su interioridad para poder alcanzar un desarrollo pleno y superior; además, el concepto interior adquiere un matiz mucho más relevante en el padre del cristianismo, al encontrar el bien supremo, el afán que todo hombre religioso debe de tener, en el interior de él mismo. En el caso de san Agustín, el hombre está contaminado de la esencia de Dios, pues el mismo se mezcla con su creación al hacerla repleta de sus características divinas de bondad y rectitud, a la par de que el proceso interior de conciencia antropológico representa el desarrollo del hombre como tal, en el sentido pleno de la apalabra.
En Kierkegaard, el ideal del hombre se da al alcanzar a Dios a través de la fe, a la cual se accede mediante la dominación del concepto, interior por antonomasia, de la angustia. El hombre debe ser consiente de que en su interior se encuentra lo que podría ser considerado como el enemigo más férreo que pudiera tener; en cambio, debe aprender a conocer esa interioridad a tal grado que su dominio le signifique el camino para alcanzar la comunión con Dios. Tiene la interioridad del hombre, entonces, dos aspectos fundamentales: el primero, el reconocimiento y aceptación de que el conflicto existencial que es la angustia se presentará en esa esfera, y, por el otro, que es en esa misma interioridad donde deberá librar la batalla más importante, pues la conquista del estadio religioso significa la plenitud del hombre.
Pueden encontrarse puntos de concordancia entre ambos filósofos del cristianismo. En el más antiguo, Dios ya pertenece a la esfera del hombre y se esconde en su interior; mientras que en el segundo, es la conciencia interior lo que debe llevar al individuo desarrollo espiritual. En ambos casos, la conciencia de Dios opera como un requisito fundamental del Ser, uno por ya haberle otorgado valor al hombre, con su presencia, y el otro por representar el sentido del vivir.


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